Queridos lectores:
Acaban de darme las vacaciones. Es viernes.
Hay cuarenta grados ahí fuera. El asfalto arde. El ordenador en el que ahora
tecleo abrasa. La piel del trasero patina sobre el sudor generado al apoyarla
sobre el PVC de la silla que lo sostiene. Me quito las sandalias para aliviar
los pies hinchados. Enciendo el ventilador. Debería estar escuchando MGMT
mientras doy saltos por la casa en top-less, pero me decanto por algo más
barroco y trágico: The Guardian Angel in Accordatura, de Biber. Ya sé que no se
corresponde con el momento, pero es de sabios alimentar los soplos de gran
trascendencia, sin importar el momento en el que la brisa te los acerque, con
la banda sonora adecuada.
Otros años he realizado cuenta atrás de las horas, minutos y segundos el día en que cojo las vacaciones. Éste, sin embargo, me he embargado en una espiral del pensamiento trágico de la vida retroalimentada por Biber y Bach. Y, de alguna extraña manera, me la he gozado. Supongo que a esta fase de la vida la llaman “aceptación”.
Me he puesto bastante nostálgica, la verdad. Por
delante de mí se cierne un horizonte límpido y despejado de 3 semanas de
aventuras varias. Por detrás, una sombra de ciprés alargada que se niega a
despegarse de mí. Intento zafarme, a veces con éxito. Los trágicos rasgueos de
violín en re menor no me lo ponen fácil. Pero me ponen. Qué extraño.
Me encuentro tranquila. Asombrosamente
tranquila después de las últimas tempestades que casi llegaron a volcar mi
barca. Como en estado puro. Como si aquí, con los plañidos que salen del equipo
de sonido, delante de mi ordenador, protegida por los muros del cuarto de mi
piso compartido, en bragas y sujetador y con el escote chorreando sudor,
pudiese ser por fin yo misma.
Ahora empezaré a arreglarme para echarme a
las calles a matar mi cuerpo con cervezas y trasnochando. Parece ser que a eso
lo llaman tener vida social. Qué absurdo. Y qué bello. La noche estará llena de
risas, de viejas y nuevas anécdotas. En algún momento semi-etílico pero febril
elevaré los ojos al trocito de cielo que no me tapen los edificios del centro
de Madrid, realizaré que llevo un escueto vestido y que no me hace falta
chaqueta, me sentiré libérrima, respiraré hondo y saborearé el bello placer de
estar viva.
Ésos son los momentos que les dan sentido a
nuestras vidas. Apenas duran milésimas de segundo, por lo que hay que estar muy
atento. Uno siente como si se le abriese el pecho y pudiese respirarse el mundo
entero a bocanadas. Se nota una sensación de extraño lleno en el estómago.
Dependiendo de la sensibilidad de uno, se puede correr el riesgo de que ruede
una lágrima furtiva por la comisura del párpado. Es paradójico: son momentos de
gran intimidad, pero que uno disfruta rodeado de gente. Son tan efímeros y
delicados como el rayo de sol que te besa la cara mientras vas conduciendo,
como el cosquilleo producido por la primera calada del primer cigarrillo de la
mañana, como la última frase de nuestro libro favorito. Pero le dan sentido a
todo. Consiguen que se haga la luz. Salvan vidas.
Deseo, queridos lectores, que el verano que ahora
se nos echa encima, sea donde sea, esté lleno de esos momentos. Mantengan los
ojos bien abiertos, no vayan a dejarlos escapar. Disfruten de Ítaca, que, como
saben, no es sino el propio viaje, y no el destino. Sean felices y hagan más
felices a quienes les rodean. Si este año no han satisfecho todas sus expectativas
profesionales, académicas, económicas, amorosas o de cualquier otra índole, no
se hundan: sepan que el mundo es un lugar mejor gracias a ustedes. A esos
momentos mágicos, únicos, supersónicos, con que ustedes alumbran las vidas de
otros. Y la suya propia.