Queridos lectores:
¿Quién no se ha sentido perdido alguna vez en
el tumultuoso camino de la vida? ¿Quién no ha dudado qué dirección tomar entre
todas las posibles? ¿A quién no le ha invadido alguna vez el vértigo dentro de
sí al estar perdiendo el control sobre su vida, dejándose arrastrar por las
corrientes que la prisa y la rutina le van marcando?
Tengo 27 años y me siento muy perdida.
Extraviada. Descaminada. Desorientada. Este ciclo me viene durando unos tres
años y funciona de manera aleatoria: hay rachas largas en las que me acomodo y
ese sentimiento se vuelve más laxo, como un brazo o una pierna; algo que sabes
que está ahí porque debe estar, que funciona como debe, pero al que sencillamente
te acostumbras y del que sólo rara vez te percatas. Hay otras rachas, sin
embargo, en las que ese sentimiento se vuelve latente, como una migraña, y no
te deja dormir, ni crear, ni hacer ni deshacer. Sólo te permite pensar, la
mayor parte de las veces para llegar a conclusiones vanas muy lejos de la
solución real.
En cierto modo, tratando de buscar el lado
positivo, me hace sentir viva. Y joven. La última vez que tuve una crisis cósmica
tan profunda fue al atravesar el tedioso camino de la adolescencia, aquella época
de búsqueda de pertenencia y de identidad, de confrontación de nuestros deseos
con la realidad, de cientos de preguntas sin respuesta, de pérdida de la
inocencia.
Las tribulaciones que me invaden hoy, querido
lector, comparten la profundidad de las de entonces, pero siento que tienen, de
alguna manera, una trascendencia mucho mayor. Me cuestiono, por ejemplo, el
modo de vida occidental, ése según el cual tanto tienes, tanto vales. El que
mide tus logros en términos económicos y de prestigio social; el que vive de
cara a la galería, porque tales logros no existen si no son compartidos
debidamente; ése para el que tienes que trabajar tan duro que apenas te deja
tiempo para ti, para crear, para soñar, para cuidarse, para querer a los tuyos,
para plantearte qué sentido tiene todo.
Me vengo cuestionando también el modelo de
familia actual: por mucho que quiera creer que no, la mayor pérdida de
inocencia que he experimentado hasta el día de hoy es la de que el amor caduca.
Sí, queridos lectores: es duro, pero hay que asumirlo. Y es natural. La gente
cambia, evoluciona en direcciones caprichosas, y los componentes de las parejas
no lo hacen siempre en la misma dirección ni de manera simultánea. Ese amor doloroso,
inconveniente, vehemente y pasional del principio se va transformando
paulatinamente en otro tipo de amor, más pausado, más casero, menos intenso,
menos sincero. Las parejas que evolucionan de manera y en tiempo similar y que
aceptan ese cambio de fase lograrán hacer de tripas corazón y caminar de la
mano el resto de sus vidas. Aquellas que no cumplan alguno de estos dos
criterios, están condenadas a la insatisfacción si siguen viviendo bajo el
mismo techo. Y lo importante es entender que ninguna de las dos alternativas es
mala. Sólo son diferentes. Pero, ¿cuántas parejas terriblemente infelices
conocemos todos?
Asumiendo que el ser humano es, por
definición, un ser social, creo que la respuesta está en el miedo a la soledad.
Ese miedo que aglutina tantos otros miedos complejos que todos hemos sentido
alguna vez, de una manera o de otra, como el miedo a morir solos; el miedo a
enfrentarnos a nosotros mismos; el miedo a dejar de pertenecer a lo que siempre
hemos pertenecido; el miedo al cambio de vida abismal al que una ruptura te
empuja. Qué cobarde. Pero qué humano. El miedo cumple, desde mi humilde punto
de vista, una doble función: por un lado, lo veo como un sano detector de
peligros que hace sonar todas las alertas ante una situación en la que nos
sentimos incómodos; por el otro, el miedo es un enorme impedidor de felicidad
que nos hace perder trenes que deseamos coger, dejar de vivir experiencias que
ansiamos sentir, llegando hasta a bloquear nuestro cerebro para que ni siquiera
podamos pensar en aquello que desearíamos hacer.
Un ser tremendamente complejo, este humano.
Qué interesante es desdoblarse y observar desde fuera su comportamiento
individual y grupal; ver cómo evolucionan sus facetas más humanas, como sus
sueños y deseos, de unas edades a otras, en unas circunstancias y en otras.
Desde hace un tiempo, dentro de mi extravío,
vengo sintiendo una cierta luz. Aún no he averiguado de dónde viene exactamente
ni qué quiere decirme, pero siento cambios acercándose. No sé, puedo olerlos. Y
es frustrante, porque esos cambios que tanto ansío no van a venir a llamar a mi
puerta, pero mis labores detectivescas no han dado su fruto todavía y no sé
adónde he de ir a buscarlos. Mis amigos me recomiendan sentarme a meditar y
tratar de escuchar mi voz interior, pero ésta es de una incoherencia extrema. Como
yo misma.
En fin, tienen mi permiso, háganlo una vez
más… llámenme loca.
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