jueves, 20 de diciembre de 2012

La verdad sobre mi ruptura



Para superar una ruptura hay recetas de todos los colores: la primera y más valiosa, que más que una receta es una verdad universal, es la de cortar todo contacto. Todo. Llamadas, mails, sms, wassups, encuentros. Deshacerse de las fotos y recuerdos valiosos o, para los más cobardes, esconderlos a buen recaudo hasta nueva orden, también ayuda. Tratar de desviar el pensamiento hacia bellas escenas florales o paradisíacas cuando el recuerdo de la persona que nos partió el corazón se nos manifiesta en cualquiera de sus formas – un olor, un lugar, un conocido, una rutina -, es un truco que suele funcionar bastante bien. Evita que el pinchazo que nos atraviesa el pecho de lado a lado duela menos y que la respiración no se nos altere demasiado. 

Por favor, no vayan a tomarme por una experta. Yo no sabía nada de rupturas hasta que viví la mía propia. Y, lo siento, querido lector, pero en mi caso, todo lo malo que le puedan a uno contar es poco para describir este camino empinado de subidones y bajones, falsas recuperaciones y recaídas, dolor físico casi más agudo que el sentimental. Lo sé, yo tampoco me lo esperaba, pero así es. 

Para mí, la primera sorpresa fue lo inoportuno del asunto: para mi sonrojo, el ya citado evento fatídico hubo de pillarme cocinando una modesta menestra en la que fue nuestra cocina, en mi mejor pijama de franela verde botella y rojo, a lomos de mis mejores zapatillas de andar por casa marca “Natalia”. Que digo yo, qué mala pata: tantas veladas de exquisita sofisticación tiradas a la basura, para que él, muy a mi pesar, se haya quedado al final con esa imagen en la cabeza. La de una mujer descompuesta en pijama que ve cómo su relación se le escapa de las manos mientras remueve insistentemente la menestra para que no se le pegue. La misma que finge que las lágrimas que le van rodando por las mejillas se deben a los efluvios de la cebolla que ahora tanto parece preocuparle. No sé, un drama que ha volteado mi vida de semejante manera, merecía más bien haber sido vivido en algo tan cool como un batín de seda negra. O en un fresco pijama veraniego de ligero raso. Quizá con el pelo algo arreglado. Qué sé yo. 

Superado este asunto, mi siguiente sorpresa llegó al comprobar, ante mi propio estupor, que la primera semana, medida en ganas de suicidarse por parte de su protagonista, fue más light de lo que yo esperaba. A parte de lo duro que fue no romper a llorar en las 12 horas que me paso en la oficina, sabiendo que todos los ojos - sobre todo los masculinos ante la promesa de una potencial presa soltera recién incorporada al mercado – no dejan de clavársete en el cogote, el resto del día transcurría con la esperada anormalidad de haberte cambiado de casa y de rutina a todo correr, pero sin más. Supongo que es un período de adaptación en el que poco a poco vas digiriendo lo que ha pasado. 

Y bueno, querido lector, el resto no es fácil. Nada fácil. Quien aquí escribe ha pasado en concreto por tres infiernos: el primero, prácticamente recién finalizada la primera semana del después, en el que entiendes y maduras lo que acaba de suceder y vas por la vida como un autómata: comes porque tienes que comer, te levantas porque tienes que ir a trabajar y procuras esconderte bajo tu pashmina y tus gafas de sol de vuelta a casa en metro para poder echarte unas lágrimas sin ser descubierta. El segundo llegó después de un encuentro (¡mal!) necesario  en el que nos despedimos for good: él volvía a su país y yo me quedaba en el mío. 6000 kilómetros de distancia y las normas sobre visados internacionales echándome un capote para el largo plazo, pero propinándome una puñalada certera de muerte en el costado a corto. Y, por si no había habido dolor suficiente, la tercera, en la que por dar un breve titular, él cerraba a cal y canto toda posibilidad de volver. El final de los finales. 

Hecha esta descripción de mi experiencia, y sabiendo que la vida sigue, pareciera que los caminos a tomar se multiplican tras una ruptura de esta magnitud. Uno se adentra en un inmenso valle de dudas, trascendentales y superficiales, que parece no tener fin. La primera que me asaltó a mí fue la posibilidad de marcharme, volver a empezar de cero, tratar de dejar todo atrás en un lugar que nada me recordara a él, bañarme en aguas nuevas, respirar aires desconocidos… pero me temo, querido lector, que un lugar como ese no existe. Es la primera lección importante. Probé de esta moraleja en un primer par de viajes breves que emprendí cargada de expectativas, sólo para comprobar que allá donde llegara, por muy feliz que fuera, su recuerdo me acompañaba como cosido a mi sombra. Gran frase la de Jeffrey Eugenides: 

“I went into the desert to forget about you. But the sand was the color of your hair. The desert sky was the color of your eyes. There was nowhere I could go that wouldn’t be you”.

La decisión de quedarse, por contra, es tremendamente más valiente. Implica mirar las dificultades a la cara, enfrentarte a ellas, asumir tu día a día en vez de rehuirlo. Y, con suerte, pasado un tiempo, superarlas habiendo aprendido de ellas, habiendo entendido que la vida no termina, que nos hemos hecho más fuertes, que seguimos siendo jóvenes y que cientos de posibilidades nuevas se abren ante tus ojos.

Por fortuna, mi buen criterio hizo que nunca me planteara la posibilidad de salir a las calles buscando un sustituto. Conozco varios casos de superación de rupturas con nuevos amores y resultan tremendamente injustos para la persona que, de manera involuntaria, pasa a formar parte de un trío macabro. Craso error. Bajo mi punto de vista, primero hay que curarse las heridas y después, si apetece, surge, confabulan los planetas, disfrutar de un potencial nuevo amor. 

Sin duda, la enseñanza más importante después de todo esto, queridos lectores, es haber descubierto la importancia de saber estar sólo. De disfrutarlo. De ser capaz de desarrollar hobbies y actividades individuales. Cuidar de uno mismo como antes se cuidaba a la pareja. Porque, como decía Carry Bradshow en aquel épico último capítulo de la saga “Sexo en Nueva York”, “Al final, la relación más emocionante, difícil y significativa de todas es la que tienes contigo misma.” Qué gran verdad. ¿No me creen? Pues bueno, llámenme loca.

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