Para superar una ruptura hay recetas de todos
los colores: la primera y más valiosa, que más que una receta es una verdad
universal, es la de cortar todo contacto. Todo. Llamadas, mails, sms, wassups,
encuentros. Deshacerse de las fotos y recuerdos valiosos o, para los más
cobardes, esconderlos a buen recaudo hasta nueva orden, también ayuda. Tratar
de desviar el pensamiento hacia bellas escenas florales o paradisíacas cuando
el recuerdo de la persona que nos partió el corazón se nos manifiesta en
cualquiera de sus formas – un olor, un lugar, un conocido, una rutina -, es un
truco que suele funcionar bastante bien. Evita que el pinchazo que nos
atraviesa el pecho de lado a lado duela menos y que la respiración no se nos
altere demasiado.
Por favor, no vayan a tomarme por una
experta. Yo no sabía nada de rupturas hasta que viví la mía propia. Y, lo
siento, querido lector, pero en mi caso, todo lo malo que le puedan a uno
contar es poco para describir este camino empinado de subidones y bajones,
falsas recuperaciones y recaídas, dolor físico casi más agudo que el
sentimental. Lo sé, yo tampoco me lo esperaba, pero así es.
Para mí, la primera sorpresa fue lo
inoportuno del asunto: para mi sonrojo, el ya citado evento fatídico hubo de
pillarme cocinando una modesta menestra en la que fue nuestra cocina, en mi
mejor pijama de franela verde botella y rojo, a lomos de mis mejores zapatillas
de andar por casa marca “Natalia”. Que digo yo, qué mala pata: tantas veladas
de exquisita sofisticación tiradas a la basura, para que él, muy a mi pesar, se
haya quedado al final con esa imagen en la cabeza. La de una mujer descompuesta
en pijama que ve cómo su relación se le escapa de las manos mientras remueve
insistentemente la menestra para que no se le pegue. La misma que finge que las
lágrimas que le van rodando por las mejillas se deben a los efluvios de la
cebolla que ahora tanto parece preocuparle. No sé, un drama que ha volteado mi
vida de semejante manera, merecía más bien haber sido vivido en algo tan cool
como un batín de seda negra. O en un fresco pijama veraniego de ligero raso. Quizá
con el pelo algo arreglado. Qué sé yo.
Superado este asunto, mi siguiente sorpresa
llegó al comprobar, ante mi propio estupor, que la primera semana, medida en
ganas de suicidarse por parte de su protagonista, fue más light de lo que yo
esperaba. A parte de lo duro que fue no romper a llorar en las 12 horas que me
paso en la oficina, sabiendo que todos los ojos - sobre todo los masculinos
ante la promesa de una potencial presa soltera recién incorporada al mercado –
no dejan de clavársete en el cogote, el resto del día transcurría con la
esperada anormalidad de haberte cambiado de casa y de rutina a todo correr,
pero sin más. Supongo que es un período de adaptación en el que poco a poco vas
digiriendo lo que ha pasado.
Y bueno, querido lector, el resto no es
fácil. Nada fácil. Quien aquí escribe ha pasado en concreto por tres infiernos:
el primero, prácticamente recién finalizada la primera semana del después, en
el que entiendes y maduras lo que acaba de suceder y vas por la vida como un
autómata: comes porque tienes que comer, te levantas porque tienes que ir a
trabajar y procuras esconderte bajo tu pashmina y tus gafas de sol de vuelta a
casa en metro para poder echarte unas lágrimas sin ser descubierta. El segundo
llegó después de un encuentro (¡mal!) necesario
en el que nos despedimos for good:
él volvía a su país y yo me quedaba en el mío. 6000 kilómetros de distancia y
las normas sobre visados internacionales echándome un capote para el largo
plazo, pero propinándome una puñalada certera de muerte en el costado a corto.
Y, por si no había habido dolor suficiente, la tercera, en la que por dar un
breve titular, él cerraba a cal y canto toda posibilidad de volver. El final de
los finales.
Hecha esta descripción de mi experiencia, y
sabiendo que la vida sigue, pareciera que los caminos a tomar se multiplican
tras una ruptura de esta magnitud. Uno se adentra en un inmenso valle de dudas,
trascendentales y superficiales, que parece no tener fin. La primera que me
asaltó a mí fue la posibilidad de marcharme, volver a empezar de cero, tratar
de dejar todo atrás en un lugar que nada me recordara a él, bañarme en aguas
nuevas, respirar aires desconocidos… pero me temo, querido lector, que un lugar
como ese no existe. Es la primera lección importante. Probé de esta moraleja en
un primer par de viajes breves que emprendí cargada de expectativas, sólo para
comprobar que allá donde llegara, por muy feliz que fuera, su recuerdo me
acompañaba como cosido a mi sombra. Gran frase la de Jeffrey Eugenides:
“I went into the desert
to forget about you. But the sand was the color of your hair. The desert sky
was the color of your eyes. There was nowhere I could go that wouldn’t be you”.
La decisión de quedarse, por
contra, es tremendamente más valiente. Implica mirar las dificultades a la
cara, enfrentarte a ellas, asumir tu día a día en vez de rehuirlo. Y, con
suerte, pasado un tiempo, superarlas habiendo aprendido de ellas, habiendo
entendido que la vida no termina, que nos hemos hecho más fuertes, que seguimos
siendo jóvenes y que cientos de posibilidades nuevas se abren ante tus ojos.
Por fortuna, mi buen criterio
hizo que nunca me planteara la posibilidad de salir a las calles buscando un
sustituto. Conozco varios casos de superación de rupturas con nuevos amores y
resultan tremendamente injustos para la persona que, de manera involuntaria,
pasa a formar parte de un trío macabro. Craso error. Bajo mi punto de vista,
primero hay que curarse las heridas y después, si apetece, surge, confabulan
los planetas, disfrutar de un potencial nuevo amor.
Sin duda, la enseñanza más
importante después de todo esto, queridos lectores, es haber descubierto la
importancia de saber estar sólo. De disfrutarlo. De ser capaz de desarrollar
hobbies y actividades individuales. Cuidar de uno mismo como antes se cuidaba a
la pareja. Porque, como decía Carry Bradshow en aquel épico último capítulo de
la saga “Sexo en Nueva York”, “Al final, la relación más emocionante,
difícil y significativa de todas es la que tienes contigo misma.” Qué
gran verdad. ¿No me creen? Pues bueno, llámenme loca.
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