martes, 22 de enero de 2013

Delirios oníricos

Queridos lectores:

Ayer escribí a un antiguo profesor y catedrático de una asignatura de último curso que tuve a lo largo del que sería mi último año de estudiante. El motivo de mi email era mi interés por colaborar desinteresadamente con una organización internacional cuya filial española él preside. Aunque lo más probable es que amablemente me dé las gracias por mi iniciativa y no volvamos a saber nada más el uno del otro, no he podido evitar, en un tremendo delirio onírico, que mi cerebro se acelere y celebre anticipadamente una fiesta por todo lo alto.


En mi mente, mi profesor me contesta henchido de felicidad por haberse topado de manera tan azarosa con un currículum vitae que llevaba buscando décadas; nos entrevistamos de manera informal en una cafetería con clase y se queda encantado con mi persona, formación y experiencia. Y, como está mandado, me ofrece un interesantísimo proyecto de trabajo respaldado por unas justas condiciones laborales que me obliga a marcharme a una pequeña ciudad costera de Brasil.

A partir de ahí es cuando mi imaginación se dispara, despega por completo los pies del asfalto de la realidad, y, demostrándome que sí, que dentro de mí aún queda algo de la niña con burbuja rosa que reía en la piscina comunitaria todos los julios y todos los agostos hasta atragantarse con el agua clorada, despega como un cohete rumbo al infinito. Mi mente ha vaticinado mi despedida en mi actual trabajo, el momento en el que les anunciaba a mis familiares y amigos la buena nueva, mi llegada al aeropuerto de destino, al que me viene a recoger un apuesto mulato de pelo afro con ojos claros que porta un cartel con mi nombre y hace que me derrita cuando me habla en brasileiro…

No he dejado que parara. ¿Para qué, con lo bien que me lo paso? Ya en mi nueva ciudad, encontraba una casita baja, encalada toda de blanco pero roída la pintura por el salitre permanente, pequeña, humilde, pero acogedora y hermosa, cercana a la playa, rodeada de vegetación y de otras casa bajas en las que vive una señora mayor entrañable a la que llevo sopas cuando se pone enferma y que, como contrapartida, me obsequia con un cachorrito que acaba de tener su bóxer. Le bautizo con el nombre de “Klaus-Olaf” en Su honor y nos hacemos inseparables: corremos juntos por el paseo marítimo, compartimos baños al atardecer en la playa, escucha embelesado los trinos de mi guitarra novata, compartimos unas rajas de melón y sandía en temporada veraniega.

Entonces un fotógrafo se ofrece desinteresadamente a hacernos un book a Klaus-Olaf y a mí, algo con mucha clase y gusto, vestida yo con una ropa ligera blanca, un estilo un poco ibicenco, besado el tono de mi rostro por el permanente brillar del sol, aclarado mi cabello castaño hasta tornarse casi rubio. Terminan siendo unas fotos preciosas que mando a mis seres queridos y, en un alarde de arrogancia, publico alguna en Facebook. Entonces Él las ve, descubre que el cachorrete se llama “Klaus-Olaf”, que eran los nombres con los que bromeábamos bautizar a nuestros futuros hijos, aquellos que ya nunca tendremos, y, perdido en su fría urbe, se decide a dejarlo todo y a venir a vivir conmigo y mi can.

Cuando llega, pasamos noches y noches sentados en el columpio que cuelga del porche de mi casa y nos contamos el uno al otro todas las luces y sombras que han acompañado nuestros caminos separados. Bebemos té helado y el perro se enreda entre nuestros pies descalzos. Cantamos sentidas canciones a los atardeceres y tocamos el ukelele para acompañarlas. Nos levantamos sin prisas por las mañanas y desayunamos frutas frescas tras practicar un ratito de yoga. Salimos a nuestros respectivos trabajos, a los que vamos en bicicleta, y nos despedimos con un interminable beso de tornillo cuyo cosquilleo bucal me acompaña todo el día. Enterramos el hacha y dejamos de lado las presiones externas que en otro tiempo tanto nos erosionaron. Klaus-Olaf y Él se vuelven inseparables.

Quizá mañana mi profesor me conteste y me diga que le eche una mano con unas traducciones desde la soledad de su frío despacho madrileño. O elaborando unos reportes sobre cuentas públicas. O, simplemente, agradezca mi interés y me desee suerte en la vida. A lo mejor ni siquiera me contesta. Y sí, ustedes pensarán que qué batacazo me voy a meter al caer de esta nube tan almidonada. Y sí, probablemente tengan toda la razón. Pero en realidad ya me he caído muchas veces y voy cogiendo la postura para que cada vez duela menos. Y sí, también sé que pensarán que estoy chalada, pero si no me hubiese dejado llevar en mis divagaciones oníricas, nunca habría emprendido este viaje irreal que ahora les relato.

En una suerte de lección de vida, queridos lectores, permítoles que me llamen loca para abrirme los ojos a la cruel realidad, para evitarme decepciones futuras, para tratar de amortiguar mis caídas, pero yo les miraré con ojillos de cordero degollado mientras asiento ante sus consejos, y una sonrisilla se me escapará de las comisuras de los labios al recordar el disfrute que me reportó el viaje emprendido.

sábado, 19 de enero de 2013

La familia es la familia



Queridos lectores, amigos anónimos al otro lado de la corriente:

Un amigo camarero de un conocido local de hostelería de la calle Preciados, ávido observador y buscador de historias humanas, me hacía recientemente partícipe de un suceso relativamente cotidiano que, bajo mi humilde opinión, es digno de contar: tres hermanos septuagenarios del sexo masculino, claramente bebidos, arman una bronca profundísima en la terraza de su bar restaurante. Al parecer terminan literalmente a sillazos. 

Como veterano restaurador de la zona, mi amigo es, a su vez, amigo de varios hosteleros del barrio con los que se decide a poner la historia en común. Curiosamente, los tres hermanos habían tomado el aperitivo a base de vermuts en el bar de uno de ellos; la copiosa comida en el mesón de otro; café con carajillo en la cafetería de un tercero y terminaron sus hazañas tomando demasiadas copas en la terraza del bar de mi amigo. 

Esto permitió a mi amigo tener una visión completa de la historia, de la que podemos arrojar los siguientes detalles: el número total de hermanos era de cuatro, aunque a aquella reunión sólo acudieron tres de ellos por hallarse el más joven residiendo en la provincia de Huelva desde hacía años; desde el principio se pudo notar una tensión latente entre el hermano mayor y el menor, tratando el mediano de calmar ambos fuegos y hacer la velada más llevadera. Al parecer los tres eran altos, de ojos azules, gordos, de comer y beber generoso, conservaban prácticamente todo el cabello y en todo momento se dirigieron a los compañeros del gremio con respeto y educación. En todos los locales que frecuentaron lucharon el hermano mayor y el menor por abonar la cuenta, dando la impresión de que el mayor era económicamente más poderoso que el menor. El hermano mediano no hizo amago de pagar ninguna de las rondas, cosa que no extrañó a los hosteleros, ya que al parecer es vecino de la zona y sus cuentas frecuentemente son abonadas por su hija, el marido de ésta o su ex mujer. 

Los motivos de discusión durante la hora del vermut se manifestaron en forma de pequeñas pullas y ofensas aparentemente históricas entre ellos que se iban lanzando entre vaharadas de alcohol: suspensos a lo largo de la vida escolar y fracasos académicos del hermano menor versus corruptelas profesionales y falta de ética a lo largo de la vida profesional del mayor; mediocridad frente a éxito económico; esposa guapa y moralmente intachable contra “mujer bien” dedicada a sus labores. 

Ya en el mesón, escogieron una mesa al fondo del local y dieron buena cuenta de unas sopas castellanas seguidas de unas chuletas de cordero. La vehemencia de sus palabras fue creciendo en proporción al número de botellas de tinto de la casa de las que daban buena cuenta, y en esta ocasión se abofetearon verbalmente con traumas de la infancia, acusando el mayor al menor de haberle costeado toda su educación y juventud con su trabajo, ofreciéndole violentamente el menor devolverle hasta el último céntimo de aquel mecenazgo que él nunca reclamó. Al retirarles el camarero los platos de postre y tomarles la nota de los cafés que tomarían, apreció emoción en la voz del menor, que en cuanto éste se hubo retirado con la nota, se lamentó ante el mayor de la falta de atención que sus padres le prestaron, de su favoritismo absoluto para con el primogénito. 

Una vez en la cafetería, los vapores alcohólicos empezaban a hacer mella y la coherencia de la conversación era cuanto menos confusa. Se discutieron temas de historia, especialmente contemporánea, se puso en duda la veracidad de wikipedia como fuente de conocimiento, se pidieron varios licores. El camarero del local, una persona de carácter altamente sensible, declaró haberse sentido en cierto momento conmovido cuando el hermano menor abortó un intento de marcharse tras una ofensa proferida por el mayor con la vana esperanza de “arreglar las cosas”. Al quitarse el abrigo y volver a sentarse, el hostelero percibió cierta expresión de alivio en la cara del mayor y un inquieto mirar al reloj en la del hermano mediano. 

Probablemente la esperanza de arreglar esas cosas que en realidad nunca funcionaron fue lo que les hizo entrar en el bar de mi amigo, ya tambaleándose pero manteniendo en todo momento la compostura. Escogieron sentarse en la terraza, pese al frío, ya que el hermano mediano, fumador empedernido de tabaco Coronas, expresó su deseo de calmar los nervios con unos pitillos. Arrastraron una estufa de seta cerca de su mesa y pidieron sendas copas de whisky, ron y ginebra. Desde dentro, mi amigo observaba llamativas gesticulaciones y hasta se alertó al oír algún grito, por lo que cuando le pidieron casi sin poder pronunciar la segunda ronda, quiso recomendarles que tomaran unos zumos en lugar de más alcohol, pero la mirada fría como el hielo del hermano mayor le hizo comedirse. Con el objetivo de vigilar un poco la situación, mi amigo salió a fumar a la calle y pudo escuchar, horrorizado, enormes faltas de respeto de un hermano a otro: insultos, provocaciones, falsas acusaciones de haberse follado a la mujer del otro. Decidió meterse dentro y no servirles ninguna copa más. 

Cuando se quiso dar cuenta, el hermano mayor agarraba de las solapas del abrigo de paño al menor ante la mirada impávida de los viandantes de la transitada calle Preciados. Gracias al intento del hermano mediano, el menor no llegó a responder a la provocación y, de nuevo sentados los tres, parecieron continuar sosegadamente con su conversación. Algo más tarde, el hermano mayor y el pequeño se abrazaban torpemente bajo el calor de la estufa de seta mientras el mediano encendía el enésimo Coronas. Mi amigo pareció relajarse pero decidió salir a cambiarles el cenicero y comprobar la gravedad del asunto: reían a mandíbula batiente recordando las travesuras del hermano mediano. Le pidieron otra ronda y, aunque dubitativo, decidió servírsela. 

Poco tiempo después la cosa se salió de madre y el menor propinaba un fuerte codazo a la cara del mayor, al que éste respondía con unos puñetazos al pecho primero, con un intento de asfixia después. Esta vez el hermano mediano ni siquiera hizo amago de levantarse, parecía cansado y le costaba mantener los ojos abiertos. Mi amigo, viéndolo todo a través de la cristalera, corrió al teléfono y marcó el número de la policía. Cuando volvió a mirar, el menor golpeaba la espalda del mayor con una silla metálica y un corrillo de curiosos paraban morbosamente a contemplar la dantesca pelea de dos hermanos septuagenarios y borrachos. La policía acude prontamente, les llama la atención, les invita a abonar su cuenta y les insta a marcharse a sus respectivos domicilios. Mi amigo les observa marchar desde el calor del interior del local a través de las cristaleras, el menor y el mediano juntos, sólo el hermano mayor. 

Llámenme loca, queridos lectores, pero cuánto duele la familia a veces…

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