Queridos
lectores:
El otro día,
en una fiesta de inauguración de un piso a cuyo dueño ni siquiera llegué a
conocer, me encontré con una conocida cercana a la que hacía un tiempo que no
veía. Me hizo mucha ilusión volver a
verla ya que siempre resulta ser una inspiración: parece tener energía
inagotable, rebasa los límites de la capacidad sorpresiva de su interlocutor y,
sobretodo, es capaz de relatar las anécdotas y proyectos más locos con la más
pasmosa de las naturalidades. Así pues, me habló de su última empresa: un club
de swingers – intercambios de pareja - en Alicante.
Un par de días después se lo mencioné a nivel
anecdótico a la nueva adquisición masculina de una amiga, al que nos
referiremos como G, un chico interesante, experimentado, abierto, comprometido,
emprendedor… una joya, vaya. Para mi sorpresa, movió la cabeza lateralmente un
poco decepcionado y comentó: “cada vez tenderemos más a ese tipo de oferta de
ocio, ya que cada vez estamos más solos”. Me dio qué pensar.
En mi modestísima opinión personal, Japón se
me antoja la sociedad con mayores tasas de soledad, si es que tan horrible mal
fuere mesurable. En consecuencia, afloran todo tipo de opciones de ocio sexual
que frecuentan especialmente hombres, especialmente casados. En Tokio, por
ejemplo, se encuentra el hotel sadomasoquista más grande del mundo – Alpha
Tokio Hotel -, al que se puede acudir en pareja para disfrutar de sus macabras estancias e instalaciones, contar con la ayuda de unos “esclavos/as” o, para la
gran mayoría que se decide a acudir sola, recurrir a la compañía de la
prostitución.
Abundan también los lupanares temáticos a
gusto del consumidor: de damas gruesas o esbeltas; “lolitas” o “señoritas
Rottenmeyer”; tradicionales o sadomasoquistas. En todos ellos se le ofrece al
consumidor un riguroso cuestionario que debe rellenar antes de utilizar el
servicio de la casa en el que se le hacen preguntas extremadamente detalladas
acerca de lo que espera y no espera que se le haga. Al parecer los japoneses
encuentran muy difícil decir que no, por lo que con el cuestionario quiere
evitárseles pasar por ese trago.
Algo más light son los karaokes reservados
para hombres solitarios que lo único que esperan es que una bella señorita
cante para ellos mientras les sirve una copa. Tengo entendido que son un éxito
importante.
Les ruego que no me tachen de conservadora
ni de estrecha con éste mi ensayo personal, pero todas estas posibilidades tan
aplaudidas por los japoneses reflejan, a mi parecer, unos terribles niveles de
soledad. Como los que admite padecer “Agustina”, personaje representado por
Blanca Portillo en la película “Volver”, de Pedro Almodóvar, cuando “Irene”
(Carmen Maura) exclama: “¡Qué soledades estarás pasando!
Al hilo de esta conversación y enlazándola
con lo difícil que resulta conocer gente nueva, G, reflexionando en voz alta,
me invitó a abrir los ojos a los nuevos proyectos urbanísticos que se vienen
gestionando desde hace un tiempo en la gran ciudad: sustitución del pequeño
comercio y su correspondiente cháchara con el dueño por la superficie grande y
mediana en la que, por el contrario, anhelamos rapidez y anonimato; casas cada
vez más independientes en las que prácticamente se lapidan las relaciones
vecinales; ausencia de espacios públicos de reunión como placitas y parques con
bancos, que, en caso de construirse, tienen un fin casi meramente decorativo.
De esta manera – me decía G – se dificultan mucho las relaciones
interpersonales en las grandes urbes.
No pude evitar sentirme bastante
identificada con todo lo que decía: de un lado, evito toda relación vecinal más
allá de la de la mera educación; al ir a Mercadona – mi supermercado de
confianza -, maldigo al lento y no miro ninguna cara, sino sólo los estantes de
los productos que he de coger; en mi piso compartido, admito pasar tiempo de
más en la soledad de mi cuarto en detrimento de en la sociedad de mi salón. En
realidad, va más allá: he sido educada así y esto es lo que he mamado. Mis
padres no fueron ni son amigos de los vecinos; tampoco han consentido excesos
de confianza en el mercado y, yendo aún más allá, mi casa – la suya, de hecho –
ha tenido pocas visitas ya que “se queda en la calle”. Sin embargo, cuando algo
sucede, por ejemplo, el fallecimiento de un vecino a cuyo lado llevas viviendo
40 años y de cuya muerte te enteras pasados 3 meses, hay algo que rechina en la
conciencia de todos.
A nosotros, hijos de la urbe, nos resultaría
descabellado plantearnos unas relaciones interpersonales con el resto de los
habitantes como las que se tienen en los pueblos. A mí, probablemente con un
exceso de asfalto en sangre, me resultaría un horror en muchos aspectos que
todos me conocieran, que supiesen quiénes son mis padres y mis hermanos y mis
amigos y mis novios; que todos estuviesen enterados de mis grandes éxitos y fracasos,
de mis salidas de tono, de mis rutinas, de mis épocas tristes y mis momentos de
éxtasis de felicidad. Sin embargo, creo que las ciudades deben intentar
dirigirse hacia un punto intermedio entre la urbe y el pueblo. Un buen método
son – o han sido hasta ahora – los barrios y las asociaciones vecinales. No
vetan en modo alguno la libertad que confiere ese “anonimato de la gran ciudad”
pero sí otorgan cierto apoyo al ciudadano a la hora de compartir sus problemas
– que muy a menudo serán compartidos por el resto de vecinos -, tener una
alternativa de ocio saludable y en compañía, y, sobretodo, aliviar ésas
terribles soledades que todos pasamos de vez en cuando.
La conocida de la que les hablaba me explicó
que a un club swinger
no sólo acuden parejas – si bien es cierto que es el público más habitual –
sino también hombres y mujeres solos. En la jerga swinger, a ellas se las conoce como “unicornios
blancos” y son un valor muy cotizado. No pude evitar preguntarme cuántos de
esos unicornios acudirían a los locales swinger para intercambiar sexo por un poco de
atención y compañía, y de ser así, si eso era bueno o malo, normal o raro.
Personalmente lo encontré muy humano.
Luego mi conocida nos lanzó a un par de
amigas y a mí la invitación para que fuéramos a conocerlo. Llámenme loca, pero
no supe qué contestar. Nunca nadie había sido tan directo conmigo.