viernes, 5 de julio de 2013

Feliz verano!



Queridos lectores:

Acaban de darme las vacaciones. Es viernes. Hay cuarenta grados ahí fuera. El asfalto arde. El ordenador en el que ahora tecleo abrasa. La piel del trasero patina sobre el sudor generado al apoyarla sobre el PVC de la silla que lo sostiene. Me quito las sandalias para aliviar los pies hinchados. Enciendo el ventilador. Debería estar escuchando MGMT mientras doy saltos por la casa en top-less, pero me decanto por algo más barroco y trágico: The Guardian Angel in Accordatura, de Biber. Ya sé que no se corresponde con el momento, pero es de sabios alimentar los soplos de gran trascendencia, sin importar el momento en el que la brisa te los acerque, con la banda sonora adecuada.



Otros años he realizado cuenta atrás de las horas, minutos y segundos el día en que cojo las vacaciones. Éste, sin embargo, me he embargado en una espiral del pensamiento trágico de la vida retroalimentada por Biber y Bach. Y, de alguna extraña manera, me la he gozado. Supongo que a esta fase de la vida la llaman “aceptación”.




Me he puesto bastante nostálgica, la verdad. Por delante de mí se cierne un horizonte límpido y despejado de 3 semanas de aventuras varias. Por detrás, una sombra de ciprés alargada que se niega a despegarse de mí. Intento zafarme, a veces con éxito. Los trágicos rasgueos de violín en re menor no me lo ponen fácil. Pero me ponen. Qué extraño.

Me encuentro tranquila. Asombrosamente tranquila después de las últimas tempestades que casi llegaron a volcar mi barca. Como en estado puro. Como si aquí, con los plañidos que salen del equipo de sonido, delante de mi ordenador, protegida por los muros del cuarto de mi piso compartido, en bragas y sujetador y con el escote chorreando sudor, pudiese ser por fin yo misma. 

Ahora empezaré a arreglarme para echarme a las calles a matar mi cuerpo con cervezas y trasnochando. Parece ser que a eso lo llaman tener vida social. Qué absurdo. Y qué bello. La noche estará llena de risas, de viejas y nuevas anécdotas. En algún momento semi-etílico pero febril elevaré los ojos al trocito de cielo que no me tapen los edificios del centro de Madrid, realizaré que llevo un escueto vestido y que no me hace falta chaqueta, me sentiré libérrima, respiraré hondo y saborearé el bello placer de estar viva. 

Ésos son los momentos que les dan sentido a nuestras vidas. Apenas duran milésimas de segundo, por lo que hay que estar muy atento. Uno siente como si se le abriese el pecho y pudiese respirarse el mundo entero a bocanadas. Se nota una sensación de extraño lleno en el estómago. Dependiendo de la sensibilidad de uno, se puede correr el riesgo de que ruede una lágrima furtiva por la comisura del párpado. Es paradójico: son momentos de gran intimidad, pero que uno disfruta rodeado de gente. Son tan efímeros y delicados como el rayo de sol que te besa la cara mientras vas conduciendo, como el cosquilleo producido por la primera calada del primer cigarrillo de la mañana, como la última frase de nuestro libro favorito. Pero le dan sentido a todo. Consiguen que se haga la luz. Salvan vidas.

Deseo, queridos lectores, que el verano que ahora se nos echa encima, sea donde sea, esté lleno de esos momentos. Mantengan los ojos bien abiertos, no vayan a dejarlos escapar. Disfruten de Ítaca, que, como saben, no es sino el propio viaje, y no el destino. Sean felices y hagan más felices a quienes les rodean. Si este año no han satisfecho todas sus expectativas profesionales, académicas, económicas, amorosas o de cualquier otra índole, no se hundan: sepan que el mundo es un lugar mejor gracias a ustedes. A esos momentos mágicos, únicos, supersónicos, con que ustedes alumbran las vidas de otros. Y la suya propia.

Este ha sido mi post más breve. Éste ha sido mi post más sincero. Llámenme loca, pero les aseguro que pocas veces disfruté de un momento de mayor serenidad que éste. Y déjenme que se lo brinde a ustedes. Por un verano de atardeceres de aplauso y de lunas llenas que les acompañe el resto del año.