lunes, 11 de febrero de 2013

Personas de mil caras



Érase una vez la historia de cualquier persona: su madre, sus vecinos, un viandante cualquiera que corre nervioso tras el autobús que ve llegar del otro lado de la carretera. Cualquiera de ellos observado secretamente desde un punto de vista individual desplegará varias caras a lo largo del día. Será una persona en su trabajo; se comportará de manera diferente a la salida, cuando, cargado de estrés, se dirija apresurado a quemar malas vibraciones en el gimnasio; dará vehementemente besos verdaderos a su mujer e hijos cuando llegue a casa después de un día agotador; y, con fortuna, disfrutará de su ansiado rato de soledad antes de acostarse, entre la cena y la lectura previa al sueño, en el que mostrará otra de sus facetas.


Hablar de “una persona de mil caras” implica connotaciones muy negativas que no son necesariamente justas. Probablemente alguno de ustedes se haya sentido identificado con esta descripción, aplicada a cualquiera que sea la rutina de sus vidas en un día también cualquiera de la semana. Yo misma soy, en cierto modo, tan poliédrica como el caballero descrito.

La pregunta que me formulo tras esta introducción es muy sencilla: aunque hay patrones comunes básicos inherentes a cada una de esas caras que mostramos a lo largo de un día, ¿cuándo somos de verdad nosotros mismos? ¿Cuál de todas esas caras es la nuestra de verdad? 

Recientemente, leyendo una breve biografía del poeta griego Constantino Cavafis, no pude evitar subrayar mentalmente su afición, entre otros, por personajes históricos contemplados en sus momentos de mayor humanidad”. Qué bello. Qué verdadero. Qué honesto. Pero, ¿sería justo quedarnos sólo con esta cara? Del mismo modo que me cuestiono si sería justo recordar a estos personajes sólo por cómo vencieron batallas, o por su contribución a la historia en cualquiera de sus formas, ¿sería justo recordar sólo su faceta más humana? Por poner un ejemplo sencillo, ¿sería justo recordar la vulnerabilidad y los miedos que debieron cruzar la cabeza y el alma de Hitler antes de suicidarse bajo aquel frío búnker berlinés? Y, al mismo tiempo, ¿no sería acaso injusto obviarlo en una biografía sobre su vida?


Hoy, con motivo del 50º aniversario de la muerte de Sylvia Plath, leo en un periódico alemán una brevedescripción de su vida: una muchacha americana brillante que va coleccionando logros literarios de menos a más, consiguiendo becas de estudio en prestigiosas instituciones, siendo una de ellas Cambridge, Inglaterra, donde conocerá a su marido, Ted Hughes, con el que tendrá dos hijos. Poco a poco y sin saber muy bien porqué, Sylvia Plath se va consumiendo, deja a rachas de escribir, se separa de su marido y decide romper con todo mudándose a Londres con sus hijos. Sin embargo, algunos años después, no habiendo conseguido escapar de la depresión gris en que cayó en algún momento, redacta una serie de cartas de despedida, atiende la visita de un vecino, y se quita la vida en un día gélido como el de hoy hace 50 años. 


Su ex marido decide volver a publicar su novela “The Bell Jar”, que cuenta una historia tan trágica como la de la propia Plath, pero esta vez dejando atrás el pseudónimo “Victoria Lucas” tras el que Sylvia se ocultaba. Entre el trágico desenlace de su hija y las connotaciones tristemente autobiográficas de la mencionada novela, Aurelia Plath, madre de Sylvia, siente un regusto amargo en la boca. Ella no conoció a ésa joven delgada y muerta de frío a la que en sus últimos días una melena rala le sobrepasaba el casto límite en que la espalda pierde su nombre; ella conoció a una cría risueña, una adolescente llena de sueños que luchó por hacerlos realidad, un torrente de energía que coqueteaba con los chicos de su pueblo y era la número uno de su clase, que cuestionaba irónicamente los artículos periodísticos que su madre recortaba para ella. Por ello, tras la publicación de la novela, Aurelia se decidió a sacar a la luz también un compendio de cartas que Sylvia le hacía llegar, primero desde Cambridge, luego desde Devon, y finalmente desde Londres. Cartas que, como la Sylvia que Aurelia recordaba, rebosaban alegría y ganas de vivir, inquietud por aprender y ganas de abrazarla.

¿Quién de las dos era Sylvia Plath? ¿Acaso mentía a su madre, para no preocuparla desde los miles de kilómetros que las separaban, como ha llegado a insinuarse? Queridos lectores, llámenme loca, pero yo me inclino a pensar que ambas caras conformaban el rostro de Sylvia. Incluso contemporáneamente. Quizás una mañana cualquiera se levantaba llena de alegría y redactaba esas cartas, y al rato se le pegaba el asado y se le torcía el día. Como a todos.

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