Hasta donde alcanza mi memoria, todos los momentos – importantes y no importantes – de mi vida han estado acompañados de una banda sonora particular.
Cada persona tiene un sentido más acentuado
que otro y, en mi caso, es el oído. Si bien es cierto que la intensidad de un
perfume dispara al cerebro en forma de dardo un recuerdo tan nítido como una
escena real a una velocidad superior a la del sonido, en mi caso es la música
la que, desde la distancia que da el tiempo, me permite observar mi vida desde
fuera dividida en etapas claras.
Tengo diferentes autores asociados a
diferentes amores que han ido cruzándose por mi camino; discografías completas
relacionadas con arduas asignaturas que pasé memorizando febreros, junios o
septiembres en alguna biblioteca de alguna facultad de mi universidad; canciones
fetiche escogidas cuidadosamente para hacer sonar en los momentos de letargo
mañanero entre la ducha y el café; melodías inolvidables que evocan vacaciones
irrepetibles; cuchilladas en clave de sol que me rasgan el pecho de puritita
nostalgia.
A veces me da por escucharme algunas de
ellas, cerrar los ojos y revivir el momento tan especial al que me llevan
disparada. Otras, alguna emisora de radio piadosa las hace sonar en algún
momento inoportuno y erizan mis bellos hasta la verticalidad. A menudo,
sencillamente las destierro al olvido y un buen día me despierto silbándolas
sin apenas darme cuenta, y al realizarlo, una bocanada de reminiscencias
febriles me abofetea la cara. Algunas murieron para siempre con el momento al
que un día pertenecieron.
Por todo ello, siempre he tenido la secreta e
inmodesta convicción de que, de alguna manera aún por descubrir en mi persona,
un sentimiento especial, casi una intuición para la música, acompañó siempre
mis días y mis noches: es difícil de explicar, pero la música que me gusta me
hace vibrar… incluso demasiado.
Llevaba muchos años queriendo retomar mi
afición por la guitarra. Por casualidad, mis padres, guitarristas aficionados,
me apuntaron a un cursillo de alguna Casa de la Cultura cuando tenía nueve años
y descubrí mi don para la música. Tras haber conectado cósmicamente bien con el
profesor, éste sufrió un problema personal que le impedía continuar con el
curso, pero tuvo a bien firmarme una carta de recomendación para el
conservatorio. Lamentablemente a mis
padres les era imposible llevarme e irme a recoger a diario, y yo era demasiado
pequeña como para desplazarme sola hasta allí, así que me matricularon en un
pseudocursillo con un profesor tan malo que minó mi motivación y acabé por
dejarlo. A lo largo de muchos años he vuelto a coger la guitarra, pero el
primer par de días es tan desolador que uno pierde la fuerza enseguida… y
vuelve a guardar la guitarra en el armario.
Este año, sin embargo, impedí que aquello
ocurriera y he seguido adelante por el arduo camino del músico inexperto que
pide consejos telefónicos y presenciales a sus amigos y ensaya secretamente
cover versions de youtube. Estoy contentísima. Naturalmente no es fácil y aún
toco mucho peor que cuando tenía nueve años. Pero voy mejorando. Hay días cuyo
valor se triplica sólo por el hecho de que me salga una canción. Y, por aquello
de que la motivación se mantiene a medida que se van invirtiendo recursos, ya
me he comprado mi primera guitarra acústica – de segunda mano, por si acaso -.
Y unas púas.
Qué tontería, pero qué feliz me hace. Hay
días que estoy deseando llegar a casa y que mis compañeros de piso y sin
embargo amigos no se hayan acostado para poder arrancarle algunas notas. Y a
veces me dejo llevar y me imagino subida, no sé, con compañeros del ramo como
Bruce Springsteen al escenario. Y hasta estoy pensando en matricularme el año
que viene en un curso de cajón flamenco.
No subestimen, queridos lectores, el poder de
la música. Está más que estudiado su efecto en las personas y por tanto, quien
la controla, tiene el poder: en función del ritmo de consumo que esperen
obtener, los djs de las tiendas hacen sonar canciones más rápidas o más lentas;
los directores de sonido de las películas juegan con nuestros sentimientos a
sus anchas acompañando terribles escenas de despedida con miserables baladas
trágicas que le encogen a uno hasta el higadillo, o espídicos fotogramas de
acción con canciones ochenteras llenas de fuerza; podría decirse incluso que
los pinchadiscos de las discotecas más populares y los responsables de la
programación musical radiofónica dominan las tasas de natalidad, mortalidad,
divorcios, matrimonios.
Quizá sea ese potencial control lo que me
atrae tanto de la música; o a lo mejor el puntito romántico y bohemio que
tienen los músicos, esa imagen de soledad desvalida mezclada con románticas
historias de aventuras itinerantes. En el fondo sé a ciencia cierta que lo que
me embelesa de la música es aquello que me dijo una vez un compañero de trabajo
al que aprecio mucho: “cantando o bailando es imposible sentir tristeza”. Al
final, queridos lectores, el encanto de las cosas más bellas del género humano
siempre apunta en la misma dirección: encontrar el lugar en el que podamos
estar a salvo de la pena. Si quieren llamarme loca tras esta reflexión háganlo,
pero recuerden que entonces se lo estarán llamando también a ustedes mismos…