Queridos lectores, amigos anónimos al otro
lado de la corriente:
Un amigo camarero de un conocido local de
hostelería de la calle Preciados, ávido observador y buscador de historias
humanas, me hacía recientemente partícipe de un suceso relativamente cotidiano
que, bajo mi humilde opinión, es digno de contar: tres hermanos septuagenarios
del sexo masculino, claramente bebidos, arman una bronca profundísima en la terraza de
su bar restaurante. Al parecer terminan literalmente a sillazos.
Como veterano restaurador de la zona, mi
amigo es, a su vez, amigo de varios hosteleros del barrio con los que se decide
a poner la historia en común. Curiosamente, los tres hermanos habían tomado el
aperitivo a base de vermuts en el bar de uno de ellos; la copiosa comida en el
mesón de otro; café con carajillo en la cafetería de un tercero y terminaron
sus hazañas tomando demasiadas copas en la terraza del bar de mi amigo.
Esto permitió a mi amigo tener una visión
completa de la historia, de la que podemos arrojar los siguientes detalles: el
número total de hermanos era de cuatro, aunque a aquella reunión sólo acudieron
tres de ellos por hallarse el más joven residiendo en la provincia de Huelva
desde hacía años; desde el principio se pudo notar una tensión latente entre el
hermano mayor y el menor, tratando el mediano de calmar ambos fuegos y hacer la
velada más llevadera. Al parecer los tres eran altos, de ojos azules, gordos, de
comer y beber generoso, conservaban prácticamente todo el cabello y en todo
momento se dirigieron a los compañeros del gremio con respeto y educación. En
todos los locales que frecuentaron lucharon el hermano mayor y el menor por
abonar la cuenta, dando la impresión de que el mayor era económicamente más
poderoso que el menor. El hermano mediano no hizo amago de pagar ninguna de las
rondas, cosa que no extrañó a los hosteleros, ya que al parecer es vecino de la
zona y sus cuentas frecuentemente son abonadas por su hija, el marido de ésta o
su ex mujer.
Los motivos de discusión durante la hora del
vermut se manifestaron en forma de pequeñas pullas y ofensas aparentemente
históricas entre ellos que se iban lanzando entre vaharadas de alcohol:
suspensos a lo largo de la vida escolar y fracasos académicos del hermano menor
versus corruptelas profesionales y falta de ética a lo largo de la vida
profesional del mayor; mediocridad frente a éxito económico; esposa guapa y
moralmente intachable contra “mujer bien” dedicada a sus labores.
Ya en el mesón, escogieron una mesa al fondo
del local y dieron buena cuenta de unas sopas castellanas seguidas de unas
chuletas de cordero. La vehemencia de sus palabras fue creciendo en proporción
al número de botellas de tinto de la casa de las que daban buena cuenta, y en
esta ocasión se abofetearon verbalmente con traumas de la infancia, acusando el
mayor al menor de haberle costeado toda su educación y juventud con su trabajo,
ofreciéndole violentamente el menor devolverle hasta el último céntimo de aquel
mecenazgo que él nunca reclamó. Al retirarles el camarero los platos de postre
y tomarles la nota de los cafés que tomarían, apreció emoción en la voz del
menor, que en cuanto éste se hubo retirado con la nota, se lamentó ante el
mayor de la falta de atención que sus padres le prestaron, de su favoritismo
absoluto para con el primogénito.
Una vez en la cafetería, los vapores alcohólicos
empezaban a hacer mella y la coherencia de la conversación era cuanto menos
confusa. Se discutieron temas de historia, especialmente contemporánea, se puso
en duda la veracidad de wikipedia como fuente de conocimiento, se pidieron
varios licores. El camarero del local, una persona de carácter altamente
sensible, declaró haberse sentido en cierto momento conmovido cuando el hermano
menor abortó un intento de marcharse tras una ofensa proferida por el mayor con
la vana esperanza de “arreglar las cosas”. Al quitarse el abrigo y volver a
sentarse, el hostelero percibió cierta expresión de alivio en la cara del mayor
y un inquieto mirar al reloj en la del hermano mediano.
Probablemente la esperanza de arreglar esas
cosas que en realidad nunca funcionaron fue lo que les hizo entrar en el bar de
mi amigo, ya tambaleándose pero manteniendo en todo momento la compostura.
Escogieron sentarse en la terraza, pese al frío, ya que el hermano mediano,
fumador empedernido de tabaco Coronas, expresó su deseo de calmar los nervios
con unos pitillos. Arrastraron una estufa de seta cerca de su mesa y pidieron
sendas copas de whisky, ron y ginebra. Desde dentro, mi amigo observaba
llamativas gesticulaciones y hasta se alertó al oír algún grito, por lo que
cuando le pidieron casi sin poder pronunciar la segunda ronda, quiso
recomendarles que tomaran unos zumos en lugar de más alcohol, pero la mirada
fría como el hielo del hermano mayor le hizo comedirse. Con el objetivo de
vigilar un poco la situación, mi amigo salió a fumar a la calle y pudo
escuchar, horrorizado, enormes faltas de respeto de un hermano a otro:
insultos, provocaciones, falsas acusaciones de haberse follado a la mujer del
otro. Decidió meterse dentro y no servirles ninguna copa más.
Cuando se quiso dar cuenta, el hermano mayor
agarraba de las solapas del abrigo de paño al menor ante la mirada impávida de los
viandantes de la transitada calle Preciados. Gracias al intento del hermano
mediano, el menor no llegó a responder a la provocación y, de nuevo sentados
los tres, parecieron continuar sosegadamente con su conversación. Algo más
tarde, el hermano mayor y el pequeño se abrazaban torpemente bajo el calor de
la estufa de seta mientras el mediano encendía el enésimo Coronas. Mi amigo
pareció relajarse pero decidió salir a cambiarles el cenicero y comprobar la
gravedad del asunto: reían a mandíbula batiente recordando las travesuras del
hermano mediano. Le pidieron otra ronda y, aunque dubitativo, decidió
servírsela.
Poco tiempo después la cosa se salió de madre
y el menor propinaba un fuerte codazo a la cara del mayor, al que éste
respondía con unos puñetazos al pecho primero, con un intento de asfixia
después. Esta vez el hermano mediano ni siquiera hizo amago de levantarse,
parecía cansado y le costaba mantener los ojos abiertos. Mi amigo, viéndolo
todo a través de la cristalera, corrió al teléfono y marcó el número de la
policía. Cuando volvió a mirar, el menor golpeaba la espalda del mayor con una
silla metálica y un corrillo de curiosos paraban morbosamente a contemplar la
dantesca pelea de dos hermanos septuagenarios y borrachos. La policía acude
prontamente, les llama la atención, les invita a abonar su cuenta y les insta a
marcharse a sus respectivos domicilios. Mi amigo les observa marchar desde el
calor del interior del local a través de las cristaleras, el menor y el mediano
juntos, sólo el hermano mayor.
Llámenme loca, queridos lectores, pero cuánto
duele la familia a veces…
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