Érase una vez la historia de cualquier
persona: su madre, sus vecinos, un viandante cualquiera que corre nervioso tras
el autobús que ve llegar del otro lado de la carretera. Cualquiera de ellos
observado secretamente desde un punto de vista individual desplegará varias
caras a lo largo del día. Será una persona en su trabajo; se comportará de
manera diferente a la salida, cuando, cargado de estrés, se dirija apresurado a
quemar malas vibraciones en el gimnasio; dará vehementemente besos verdaderos a
su mujer e hijos cuando llegue a casa después de un día agotador; y, con
fortuna, disfrutará de su ansiado rato de soledad antes de acostarse, entre la cena
y la lectura previa al sueño, en el que mostrará otra de sus facetas.
Hablar de “una persona de mil caras” implica
connotaciones muy negativas que no son necesariamente justas. Probablemente
alguno de ustedes se haya sentido identificado con esta descripción, aplicada a
cualquiera que sea la rutina de sus vidas en un día también cualquiera de la
semana. Yo misma soy, en cierto modo, tan poliédrica como el caballero descrito.
La pregunta que me formulo tras esta introducción
es muy sencilla: aunque hay patrones comunes básicos inherentes a cada una de
esas caras que mostramos a lo largo de un día, ¿cuándo somos de verdad nosotros
mismos? ¿Cuál de todas esas caras es la nuestra de verdad?
Recientemente, leyendo una breve biografía
del poeta griego Constantino Cavafis, no pude evitar subrayar mentalmente su
afición, entre otros, por personajes históricos contemplados en sus
momentos de mayor humanidad”. Qué bello. Qué verdadero. Qué honesto. Pero,
¿sería justo quedarnos sólo con esta cara? Del mismo modo que me cuestiono si
sería justo recordar a estos personajes sólo por cómo vencieron batallas, o por
su contribución a la historia en cualquiera de sus formas, ¿sería justo recordar
sólo su faceta más humana? Por poner un ejemplo sencillo, ¿sería justo recordar
la vulnerabilidad y los miedos que debieron cruzar la cabeza y el alma de
Hitler antes de suicidarse bajo aquel frío búnker berlinés? Y, al mismo tiempo,
¿no sería acaso injusto obviarlo en una biografía sobre su vida?
Hoy, con motivo del 50º
aniversario de la muerte de Sylvia Plath, leo en un periódico alemán una brevedescripción de su vida: una muchacha americana brillante que va coleccionando
logros literarios de menos a más, consiguiendo becas de estudio en prestigiosas
instituciones, siendo una de ellas Cambridge, Inglaterra, donde conocerá a su
marido, Ted Hughes, con el que tendrá dos hijos. Poco a poco y sin saber muy
bien porqué, Sylvia Plath se va consumiendo, deja a rachas de escribir, se
separa de su marido y decide romper con todo mudándose a Londres con sus hijos.
Sin embargo, algunos años después, no habiendo conseguido escapar de la
depresión gris en que cayó en algún momento, redacta una serie de cartas de
despedida, atiende la visita de un vecino, y se quita la vida en un día gélido
como el de hoy hace 50 años.
Su ex marido decide volver a
publicar su novela “The Bell Jar”, que cuenta una historia tan trágica como la
de la propia Plath, pero esta vez dejando atrás el pseudónimo “Victoria Lucas”
tras el que Sylvia se ocultaba. Entre el trágico desenlace de su hija y las
connotaciones tristemente autobiográficas de la mencionada novela, Aurelia
Plath, madre de Sylvia, siente un regusto amargo en la boca. Ella no conoció a
ésa joven delgada y muerta de frío a la que en sus últimos días una melena rala
le sobrepasaba el casto límite en que la espalda pierde su nombre; ella conoció
a una cría risueña, una adolescente llena de sueños que luchó por hacerlos
realidad, un torrente de energía que coqueteaba con los chicos de su pueblo y
era la número uno de su clase, que cuestionaba irónicamente los artículos
periodísticos que su madre recortaba para ella. Por ello, tras la publicación
de la novela, Aurelia se decidió a sacar a la luz también un compendio de
cartas que Sylvia le hacía llegar, primero desde Cambridge, luego desde Devon,
y finalmente desde Londres. Cartas que, como la Sylvia que Aurelia recordaba,
rebosaban alegría y ganas de vivir, inquietud por aprender y ganas de
abrazarla.
¿Quién de las dos era Sylvia Plath?
¿Acaso mentía a su madre, para no preocuparla desde los miles de kilómetros que
las separaban, como ha llegado a insinuarse? Queridos lectores, llámenme loca,
pero yo me inclino a pensar que ambas caras conformaban el rostro de Sylvia.
Incluso contemporáneamente. Quizás una mañana cualquiera se levantaba llena de
alegría y redactaba esas cartas, y al rato se le pegaba el asado y se le torcía
el día. Como a todos.
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