jueves, 11 de abril de 2013

(Des)urbanismo social



Queridos lectores:

El otro día, en una fiesta de inauguración de un piso a cuyo dueño ni siquiera llegué a conocer, me encontré con una conocida cercana a la que hacía un tiempo que no veía.  Me hizo mucha ilusión volver a verla ya que siempre resulta ser una inspiración: parece tener energía inagotable, rebasa los límites de la capacidad sorpresiva de su interlocutor y, sobretodo, es capaz de relatar las anécdotas y proyectos más locos con la más pasmosa de las naturalidades. Así pues, me habló de su última empresa: un club de swingersintercambios de pareja - en Alicante.

Un par de días después se lo mencioné a nivel anecdótico a la nueva adquisición masculina de una amiga, al que nos referiremos como G, un chico interesante, experimentado, abierto, comprometido, emprendedor… una joya, vaya. Para mi sorpresa, movió la cabeza lateralmente un poco decepcionado y comentó: “cada vez tenderemos más a ese tipo de oferta de ocio, ya que cada vez estamos más solos”. Me dio qué pensar.

En mi modestísima opinión personal, Japón se me antoja la sociedad con mayores tasas de soledad, si es que tan horrible mal fuere mesurable. En consecuencia, afloran todo tipo de opciones de ocio sexual que frecuentan especialmente hombres, especialmente casados. En Tokio, por ejemplo, se encuentra el hotel sadomasoquista más grande del mundo – Alpha Tokio Hotel -, al que se puede acudir en pareja para disfrutar de sus macabras estancias e instalaciones, contar con la ayuda de unos “esclavos/as” o, para la gran mayoría que se decide a acudir sola, recurrir a la compañía de la prostitución.
Abundan también los lupanares temáticos a gusto del consumidor: de damas gruesas o esbeltas; “lolitas” o “señoritas Rottenmeyer”; tradicionales o sadomasoquistas. En todos ellos se le ofrece al consumidor un riguroso cuestionario que debe rellenar antes de utilizar el servicio de la casa en el que se le hacen preguntas extremadamente detalladas acerca de lo que espera y no espera que se le haga. Al parecer los japoneses encuentran muy difícil decir que no, por lo que con el cuestionario quiere evitárseles pasar por ese trago.
Algo más light son los karaokes reservados para hombres solitarios que lo único que esperan es que una bella señorita cante para ellos mientras les sirve una copa. Tengo entendido que son un éxito importante.



Les ruego que no me tachen de conservadora ni de estrecha con éste mi ensayo personal, pero todas estas posibilidades tan aplaudidas por los japoneses reflejan, a mi parecer, unos terribles niveles de soledad. Como los que admite padecer “Agustina”, personaje representado por Blanca Portillo en la película “Volver”, de Pedro Almodóvar, cuando “Irene” (Carmen Maura) exclama: “¡Qué soledades estarás pasando!

Al hilo de esta conversación y enlazándola con lo difícil que resulta conocer gente nueva, G, reflexionando en voz alta, me invitó a abrir los ojos a los nuevos proyectos urbanísticos que se vienen gestionando desde hace un tiempo en la gran ciudad: sustitución del pequeño comercio y su correspondiente cháchara con el dueño por la superficie grande y mediana en la que, por el contrario, anhelamos rapidez y anonimato; casas cada vez más independientes en las que prácticamente se lapidan las relaciones vecinales; ausencia de espacios públicos de reunión como placitas y parques con bancos, que, en caso de construirse, tienen un fin casi meramente decorativo. De esta manera – me decía G – se dificultan mucho las relaciones interpersonales en las grandes urbes.

No pude evitar sentirme bastante identificada con todo lo que decía: de un lado, evito toda relación vecinal más allá de la de la mera educación; al ir a Mercadona – mi supermercado de confianza -, maldigo al lento y no miro ninguna cara, sino sólo los estantes de los productos que he de coger; en mi piso compartido, admito pasar tiempo de más en la soledad de mi cuarto en detrimento de en la sociedad de mi salón. En realidad, va más allá: he sido educada así y esto es lo que he mamado. Mis padres no fueron ni son amigos de los vecinos; tampoco han consentido excesos de confianza en el mercado y, yendo aún más allá, mi casa – la suya, de hecho – ha tenido pocas visitas ya que “se queda en la calle”. Sin embargo, cuando algo sucede, por ejemplo, el fallecimiento de un vecino a cuyo lado llevas viviendo 40 años y de cuya muerte te enteras pasados 3 meses, hay algo que rechina en la conciencia de todos.

A nosotros, hijos de la urbe, nos resultaría descabellado plantearnos unas relaciones interpersonales con el resto de los habitantes como las que se tienen en los pueblos. A mí, probablemente con un exceso de asfalto en sangre, me resultaría un horror en muchos aspectos que todos me conocieran, que supiesen quiénes son mis padres y mis hermanos y mis amigos y mis novios; que todos estuviesen enterados de mis grandes éxitos y fracasos, de mis salidas de tono, de mis rutinas, de mis épocas tristes y mis momentos de éxtasis de felicidad. Sin embargo, creo que las ciudades deben intentar dirigirse hacia un punto intermedio entre la urbe y el pueblo. Un buen método son – o han sido hasta ahora – los barrios y las asociaciones vecinales. No vetan en modo alguno la libertad que confiere ese “anonimato de la gran ciudad” pero sí otorgan cierto apoyo al ciudadano a la hora de compartir sus problemas – que muy a menudo serán compartidos por el resto de vecinos -, tener una alternativa de ocio saludable y en compañía, y, sobretodo, aliviar ésas terribles soledades que todos pasamos de vez en cuando.

La conocida de la que les hablaba me explicó que a un club swinger no sólo acuden parejas – si bien es cierto que es el público más habitual – sino también hombres y mujeres solos. En la jerga swinger, a ellas se las conoce como “unicornios blancos” y son un valor muy cotizado. No pude evitar preguntarme cuántos de esos unicornios acudirían a los locales swinger para intercambiar sexo por un poco de atención y compañía, y de ser así, si eso era bueno o malo, normal o raro. Personalmente lo encontré muy humano.
Luego mi conocida nos lanzó a un par de amigas y a mí la invitación para que fuéramos a conocerlo. Llámenme loca, pero no supe qué contestar. Nunca nadie había sido tan directo conmigo. 



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