No sé si a Vds., queridos
lectores, les sucederá lo mismo, pero yo siento una profunda e infantil
atracción hacia las historias humanas y la gente que las protagoniza. Me
despiertan una curiosidad terrible, por ejemplo, los hábitos, manías y rutinas
de las personas. Sí, puede parecer un interés nimio, pero ¿acaso hay algo más
humano que eso, algo que nos defina mejor como personas que estos pequeños
detalles en los que nos diferenciamos los unos de los otros?
Captan especialmente mi atención
los momentos cotidianos del intervalo marcado por el sonido del despertador y
la llegada al trabajo. Personalmente, procuro dejármelo todo hecho por la noche
(ducha, preparación del desayuno y la comida, cuidadosa selección de la ropa),
de manera que por la mañana sólo tenga que lavarme, perfumarme, vestirme,
maquillarme, peinarme, agarrar la bolsa de la comida y salir. La distancia
entre mi casa y la parada de metro más cercana a la misma es de unos quince
minutos caminando que amenizo con la compañía de la radio: a veces música, a
veces noticias. Al llegar a la estación, bajo las escaleras haciendo malabares
para ir quitándome el abrigo y la bufanda, de manera que al montarme en el
convoy sólo tenga que preocuparme de encontrar un sitio y sentarme. Cuando lo
consigo, aproximadamente un 90% de las veces, disfruto de casi treinta minutos
de placentera lectura, normalmente novela, a veces prensa, otras – las menos –
ensayo. Al llegar a mi destino, vuelvo al confort cálido de la caricia
radiofónica mientras fumo un cigarro y bebo un zumo hasta la puerta de mi
trabajo. Hasta que llego, no me gusta que me hablen. Evito hasta el máximo el
contacto físico. Me hago la despistada si veo a algún compañero hasta los
mismísimos límites de la educación. Y, lo crean o no, puedo asegurarles que soy
una de las personas más sociables que conozco.
Sin embargo, queridos lectores,
hay personas ahí fuera que son todo lo contrario a mí. Se levantan con horas de
antelación a meditar o practicar yoga; se regalan una larga y placentera ducha
seguida de una sesión de cuidados y mimos en forma de cremas, vahos, secadores
y planchas; se sientan tranquilamente a desayunar café, zumo y croissant
mientras leen la prensa, o ven la tele, o escuchan la radio, o sencillamente
disfrutan del silencio; charlan animadamente con el portero o los vecinos al
salir de casa; no corren, caminan; puede que no se muevan en transporte
público, sino tranquilamente en sus vehículos privados, en los que van
escuchando su música favorita; realizan llamadas telefónicas a sus seres
queridos; y un largísimo etcétera etcétera sólo limitado por su propia
imaginación.
Pues bien, ayer tuve la fortuna
de escuchar en mi medio favorito – la radio, por si no les había quedado claro
– la entrevista a Teresa Forcades que a continuación les reproduzco:
Como verán, la de Teresa
Forcades no es una vida cualquiera: una brillante carrera académica, impecable
formación médica, un carácter aparentemente muy saludable y, finalmente, el
gran giro de la historia: de gran investigadora en USA pasa a ser una tranquila
y anónima monja en el monasterio de Montserrat. ¡Qué cosas! Si escuchan el
podcast descubrirán que el hallazgo del placer de la paz monacal le llegó casi
de manera azarosa, cuando de cara a preparar el equivalente americano al MIR, alguien
le recomendó “recluirse” en una de las celdas disponibles en el Monasterio de
Montserrat. Lamentable y sorprendentemente, no quedaban celdas disponibles, por
lo que la terminó alquilando en un convento de monjas de clausura cercano… al
principio con reticencia… Encontró un regocijo tal en la quietud de aquellos
muros que decidió entregar su vida a Dios… al feminismo y a la justicia. Ole.
Escuchando la serenidad de su
voz en el podcast, la solemnidad de su discurso, la sensación de seguridad que
transmite el contenido de sus palabras, no pude evitar la sana curiosidad
arriba descrita y empecé a imaginar su rutina en el convento. Probablemente se
acueste pronto y madrugue mucho. Repartirá su tiempo entre la oración, la
meditación en plena naturaleza, las arduas pero necesarias tareas de limpieza,
cocina y mantenimiento, el estudio intenso. Su habitación – sigo divagando –
fría y austera: apenas unos desnudos muros de piedra, una mullida cama repleta
de mantas para tolerar los duros inviernos de la montaña, quizá un lavabo,
¿puede que bajo un espejo?
Quizá desayune en compañía de
sus hermanas, probablemente en silencio, productos de temporada recogidos por
ellas mismas de la huerta. Las comidas, seguramente tempranas, se basarían con
frecuencia en pucheros calientes que dejarían hervir toda la mañana y llenarían
los muros del convento del cándido aroma del hogar. Las cenas serían ligeras,
austeras, probablemente unas verduras cocidas y pan. Los inviernos los imagino
largos y duros, los veranos cálidos y gozosos.
Tras esta descripción de tres
casos genéricos y radicalmente diferentes de hábitos y rutinas cotidianas,
matutinas, no he podido evitar caer en la cuenta, queridos lectores, de que en
calidad de vida gana por goleada la Hermana Forcades. Alejarse de la gran
ciudad es alejarse del estrés. Alejarse del amor romántico es alejarse del
dolor. Alejarse de la vida social y familiar es alejarse de la decepción.
Acercarse a la naturaleza, sin embargo, es abrirse a la vida. Reconfortarse en
la soledad es darle rienda suelta a la creatividad, al raciocinio, al
pensamiento. El trabajo duro es el camino a un descanso doblemente dulce.
No sé, queridos lectores, si yo
estaría preparada para alejarme de todo lo nocivo de la vida y acercarme a esa
paz interior… eso, por no mencionar mi falta de creencia en el organigrama
eclesiástico en su conjunto… pero en cierto modo, la Hermana Forcades me ha
hecho pensar que quizá todos necesitaríamos un período de tiempo de parada, en
stand-by, solos y tranquilos, que nos permitiese esclarecer el camino a tomar,
la senda a seguir, para alcanzar, al final de la misma, nuestros sueños y, con
ellos, la paz interior. Sí, llámenme loca…
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