jueves, 4 de abril de 2013

Teresa Forcades



No sé si a Vds., queridos lectores, les sucederá lo mismo, pero yo siento una profunda e infantil atracción hacia las historias humanas y la gente que las protagoniza. Me despiertan una curiosidad terrible, por ejemplo, los hábitos, manías y rutinas de las personas. Sí, puede parecer un interés nimio, pero ¿acaso hay algo más humano que eso, algo que nos defina mejor como personas que estos pequeños detalles en los que nos diferenciamos los unos de los otros?

Captan especialmente mi atención los momentos cotidianos del intervalo marcado por el sonido del despertador y la llegada al trabajo. Personalmente, procuro dejármelo todo hecho por la noche (ducha, preparación del desayuno y la comida, cuidadosa selección de la ropa), de manera que por la mañana sólo tenga que lavarme, perfumarme, vestirme, maquillarme, peinarme, agarrar la bolsa de la comida y salir. La distancia entre mi casa y la parada de metro más cercana a la misma es de unos quince minutos caminando que amenizo con la compañía de la radio: a veces música, a veces noticias. Al llegar a la estación, bajo las escaleras haciendo malabares para ir quitándome el abrigo y la bufanda, de manera que al montarme en el convoy sólo tenga que preocuparme de encontrar un sitio y sentarme. Cuando lo consigo, aproximadamente un 90% de las veces, disfruto de casi treinta minutos de placentera lectura, normalmente novela, a veces prensa, otras – las menos – ensayo. Al llegar a mi destino, vuelvo al confort cálido de la caricia radiofónica mientras fumo un cigarro y bebo un zumo hasta la puerta de mi trabajo. Hasta que llego, no me gusta que me hablen. Evito hasta el máximo el contacto físico. Me hago la despistada si veo a algún compañero hasta los mismísimos límites de la educación. Y, lo crean o no, puedo asegurarles que soy una de las personas más sociables que conozco.

Sin embargo, queridos lectores, hay personas ahí fuera que son todo lo contrario a mí. Se levantan con horas de antelación a meditar o practicar yoga; se regalan una larga y placentera ducha seguida de una sesión de cuidados y mimos en forma de cremas, vahos, secadores y planchas; se sientan tranquilamente a desayunar café, zumo y croissant mientras leen la prensa, o ven la tele, o escuchan la radio, o sencillamente disfrutan del silencio; charlan animadamente con el portero o los vecinos al salir de casa; no corren, caminan; puede que no se muevan en transporte público, sino tranquilamente en sus vehículos privados, en los que van escuchando su música favorita; realizan llamadas telefónicas a sus seres queridos; y un largísimo etcétera etcétera sólo limitado por su propia imaginación.
Pues bien, ayer tuve la fortuna de escuchar en mi medio favorito – la radio, por si no les había quedado claro – la entrevista a Teresa Forcades que a continuación les reproduzco:




Como verán, la de Teresa Forcades no es una vida cualquiera: una brillante carrera académica, impecable formación médica, un carácter aparentemente muy saludable y, finalmente, el gran giro de la historia: de gran investigadora en USA pasa a ser una tranquila y anónima monja en el monasterio de Montserrat. ¡Qué cosas! Si escuchan el podcast descubrirán que el hallazgo del placer de la paz monacal le llegó casi de manera azarosa, cuando de cara a preparar el equivalente americano al MIR, alguien le recomendó “recluirse” en una de las celdas disponibles en el Monasterio de Montserrat. Lamentable y sorprendentemente, no quedaban celdas disponibles, por lo que la terminó alquilando en un convento de monjas de clausura cercano… al principio con reticencia… Encontró un regocijo tal en la quietud de aquellos muros que decidió entregar su vida a Dios… al feminismo y a la justicia. Ole.

Escuchando la serenidad de su voz en el podcast, la solemnidad de su discurso, la sensación de seguridad que transmite el contenido de sus palabras, no pude evitar la sana curiosidad arriba descrita y empecé a imaginar su rutina en el convento. Probablemente se acueste pronto y madrugue mucho. Repartirá su tiempo entre la oración, la meditación en plena naturaleza, las arduas pero necesarias tareas de limpieza, cocina y mantenimiento, el estudio intenso. Su habitación – sigo divagando – fría y austera: apenas unos desnudos muros de piedra, una mullida cama repleta de mantas para tolerar los duros inviernos de la montaña, quizá un lavabo, ¿puede que bajo un espejo?

Quizá desayune en compañía de sus hermanas, probablemente en silencio, productos de temporada recogidos por ellas mismas de la huerta. Las comidas, seguramente tempranas, se basarían con frecuencia en pucheros calientes que dejarían hervir toda la mañana y llenarían los muros del convento del cándido aroma del hogar. Las cenas serían ligeras, austeras, probablemente unas verduras cocidas y pan. Los inviernos los imagino largos y duros, los veranos cálidos y gozosos.

Tras esta descripción de tres casos genéricos y radicalmente diferentes de hábitos y rutinas cotidianas, matutinas, no he podido evitar caer en la cuenta, queridos lectores, de que en calidad de vida gana por goleada la Hermana Forcades. Alejarse de la gran ciudad es alejarse del estrés. Alejarse del amor romántico es alejarse del dolor. Alejarse de la vida social y familiar es alejarse de la decepción. Acercarse a la naturaleza, sin embargo, es abrirse a la vida. Reconfortarse en la soledad es darle rienda suelta a la creatividad, al raciocinio, al pensamiento. El trabajo duro es el camino a un descanso doblemente dulce.

No sé, queridos lectores, si yo estaría preparada para alejarme de todo lo nocivo de la vida y acercarme a esa paz interior… eso, por no mencionar mi falta de creencia en el organigrama eclesiástico en su conjunto… pero en cierto modo, la Hermana Forcades me ha hecho pensar que quizá todos necesitaríamos un período de tiempo de parada, en stand-by, solos y tranquilos, que nos permitiese esclarecer el camino a tomar, la senda a seguir, para alcanzar, al final de la misma, nuestros sueños y, con ellos, la paz interior. Sí, llámenme loca…



No hay comentarios:

Publicar un comentario