Queridos lectores:
Esta mañana he tenido un despertar
maravilloso en mi preciosa habitación: por la bucólica ventana velux del techo
abuhardillado entraba la cálida luz del sol de invierno. Pese a mirar el reloj
y descubrir que apenas había dormido 5 horas, he decidido saltarme el remoloneo
y echarme a las calles para llevar a cabo el plan matutino dominical preferido
del madrileño callejero: café, prensa y garbeo por El Rastro. He pasado un rato
exquisito regodeándome en la decisión de haberme dejado el abrigo en casa y he
ido cambiando caprichosamente de acera persiguiendo al sol para que me besara
la cara.
Bajando la calle Atocha de vuelta a casa, sin
embargo, algo ha hecho que mi nivel de felicidad facilona disminuyera ipso facto: una persona del género
masculino con claro aspecto de clochard,
de unos 30 o 35 años, cabello rubio y procedencia del Este de Europa, me ha
mirado de arriba abajo con clase, sin caer en la ordinariez, y con algo de
descaro se ha parado, dado media vuelta y seguido mis pasos desaparecer calle
abajo. En algún momento en el transcurso de esos 15 segundos se ha puesto a
chillar agónicamente la siguiente frase inocente: “¡me llamo Gregorio!”, “¡me
llamo Gregorio!”, “¡me llamo Gregorio!”. La ha repetido tantas veces que
irremediablemente he perdido la cuenta. Tantas que doblando la esquina de la calle
Atocha con la plaza del Emperador Carlos V seguía oyéndola reverberar de lejos,
taladrando mis oídos. No, querido lector, no es que el bueno de Gregorio
pensase que padezco de sordera aguda. No, tampoco era tonto. Ni un showman. El
bueno de Gregorio pedía atención literalmente a gritos, en concreto a mí,
porque la gente como él en una gran ciudad se vuelve invisible. Y esa
invisibilidad es lo que hace que se vuelvan locos.
Como cualquier ciudadano de urbe de gran
tamaño con alto contenido callejero en la genética, tengo muchas historias de
locos. Historias entrañables, como la de las coquetas hermanas gemelas de
Lavapiés, octogenarias y siempre vestidas exactamente igual, siempre de
etiqueta, con bolsos brocados, chales fastuosos, zapatos de salón de pulcros
terciopelos, que se pasean calle Argumosa pá arriba, calle Argumosa pá abajo,
sin mirar a nadie pero deseando recibir todas las miradas, con una actitud dura
y altiva que aún así enternece a los vecinos, camareros, turistas que pueblan
las terrazas. Historias tristes, como la de Antonio, el loco oficial de mi
barrio de nacimiento, Carabanchel, que, alcoholizado desde el comienzo de los
tiempos, murió de frío una víspera de Nochebuena de hace unos cinco años en el
maletero de una furgoneta en la que había construido su pequeño hogar con
efluvios de Cumbres de Gredos. Historias irreverentes, como la de Luna, un
caballero sexagenario que cada día creaba un nuevo personaje en función del
humor con el que se levantase, y te lo hacía saber mientras te pedía fuego (“niña,
dame calderilla”, era su frase exacta). Historias desesperadas, como la del
médico cubano que, apostado en Alfonso XXII esquina Valenzuela y armado con una
calculadora digital Casio, calculaba el
tiempo que faltaba para la llegada del fin del mundo, o el número de pecadores
vivos en la faz de la Tierra, o la cantidad de mentiras por segundo y metro
cuadrado produciéndose a la vez en el cosmo. Historias desgarradoras, como la
del nigeriano de la Avenida Ciudad de Barcelona que se sentaba en un banco
entre las 14 y las 16 de los meses de verano ataviado con un abrigo de plumas
que se cerraba hasta el cuello, puesta la capucha, y miraba fijamente la pared
de enfrente, indiferente a los viandantes que sudábamos sólo con verle.
Me pregunto si todas estas historias son o no
historias de locos. Muy probablemente sólo se trate de historias de personas
tristes, con mala suerte, que en el pasado formaron parte de la ecuación
perfecta de nuestra sociedad, pero que un día algo hizo que estallasen, no
pudiesen más, y simplemente les dio igual lo que esa sociedad de la que
voluntariamente se escindían pensara de ellos. Pienso e imagino mucho sobre las
circunstancias que llevaron a cada una de estas personas a esa escisión: puede
que las hermanas gemelas se odien y rivalicen desde pequeñas, pero a falta de
nadie más en sus vidas, un día se resignaron al armisticio de lo idéntico y a
no tenerse más que la una a la otra; tal vez Antonio no conociera otra
felicidad más allá de la etílica, y que pese a su brevedad, le pareciese mucho
más llevadera que la realidad cotidiana; quizá el médico cubano viniese a
España huyendo del régimen castrista y se diese de bruces con una libertad de
cartón piedra de la que ya no podía retroceder; a lo mejor aquel friolero nigeriano
perdiese a toda su familia al cruzar, protegido con su abrigo de plumas, las
aguas del estrecho.
¿Qué define a un loco exactamente? ¿Acaso no
somos todos potenciales locos a los que aún no nos han hecho saltar el resorte
que detonaría nuestra chaladura? ¿Están locos todos aquellos que deciden
escindirse de la sociedad? En ese caso, ¿significa estar loco ver más allá que
el resto?
Hoy más que nunca, queridos lectores, por
solidaridad y respeto, por admiración y cortesía, por sentir tal empatía con
gente como Gregorio, ciudadano del Este enfermo de invisibilidad, pero tal
incapacidad por saber cómo ayudarle, háganlo, chíllenmelo, escúpanmelo:
llámenme loca.