domingo, 23 de diciembre de 2012

Locos urbanos



Queridos lectores:

Esta mañana he tenido un despertar maravilloso en mi preciosa habitación: por la bucólica ventana velux del techo abuhardillado entraba la cálida luz del sol de invierno. Pese a mirar el reloj y descubrir que apenas había dormido 5 horas, he decidido saltarme el remoloneo y echarme a las calles para llevar a cabo el plan matutino dominical preferido del madrileño callejero: café, prensa y garbeo por El Rastro. He pasado un rato exquisito regodeándome en la decisión de haberme dejado el abrigo en casa y he ido cambiando caprichosamente de acera persiguiendo al sol para que me besara la cara. 

Bajando la calle Atocha de vuelta a casa, sin embargo, algo ha hecho que mi nivel de felicidad facilona disminuyera ipso facto: una persona del género masculino con claro aspecto de clochard, de unos 30 o 35 años, cabello rubio y procedencia del Este de Europa, me ha mirado de arriba abajo con clase, sin caer en la ordinariez, y con algo de descaro se ha parado, dado media vuelta y seguido mis pasos desaparecer calle abajo. En algún momento en el transcurso de esos 15 segundos se ha puesto a chillar agónicamente la siguiente frase inocente: “¡me llamo Gregorio!”, “¡me llamo Gregorio!”, “¡me llamo Gregorio!”. La ha repetido tantas veces que irremediablemente he perdido la cuenta. Tantas que doblando la esquina de la calle Atocha con la plaza del Emperador Carlos V seguía oyéndola reverberar de lejos, taladrando mis oídos. No, querido lector, no es que el bueno de Gregorio pensase que padezco de sordera aguda. No, tampoco era tonto. Ni un showman. El bueno de Gregorio pedía atención literalmente a gritos, en concreto a mí, porque la gente como él en una gran ciudad se vuelve invisible. Y esa invisibilidad es lo que hace que se vuelvan locos. 

Como cualquier ciudadano de urbe de gran tamaño con alto contenido callejero en la genética, tengo muchas historias de locos. Historias entrañables, como la de las coquetas hermanas gemelas de Lavapiés, octogenarias y siempre vestidas exactamente igual, siempre de etiqueta, con bolsos brocados, chales fastuosos, zapatos de salón de pulcros terciopelos, que se pasean calle Argumosa pá arriba, calle Argumosa pá abajo, sin mirar a nadie pero deseando recibir todas las miradas, con una actitud dura y altiva que aún así enternece a los vecinos, camareros, turistas que pueblan las terrazas. Historias tristes, como la de Antonio, el loco oficial de mi barrio de nacimiento, Carabanchel, que, alcoholizado desde el comienzo de los tiempos, murió de frío una víspera de Nochebuena de hace unos cinco años en el maletero de una furgoneta en la que había construido su pequeño hogar con efluvios de Cumbres de Gredos. Historias irreverentes, como la de Luna, un caballero sexagenario que cada día creaba un nuevo personaje en función del humor con el que se levantase, y te lo hacía saber mientras te pedía fuego (“niña, dame calderilla”, era su frase exacta). Historias desesperadas, como la del médico cubano que, apostado en Alfonso XXII esquina Valenzuela y armado con una calculadora digital Casio,  calculaba el tiempo que faltaba para la llegada del fin del mundo, o el número de pecadores vivos en la faz de la Tierra, o la cantidad de mentiras por segundo y metro cuadrado produciéndose a la vez en el cosmo. Historias desgarradoras, como la del nigeriano de la Avenida Ciudad de Barcelona que se sentaba en un banco entre las 14 y las 16 de los meses de verano ataviado con un abrigo de plumas que se cerraba hasta el cuello, puesta la capucha, y miraba fijamente la pared de enfrente, indiferente a los viandantes que sudábamos sólo con verle.

Me pregunto si todas estas historias son o no historias de locos. Muy probablemente sólo se trate de historias de personas tristes, con mala suerte, que en el pasado formaron parte de la ecuación perfecta de nuestra sociedad, pero que un día algo hizo que estallasen, no pudiesen más, y simplemente les dio igual lo que esa sociedad de la que voluntariamente se escindían pensara de ellos. Pienso e imagino mucho sobre las circunstancias que llevaron a cada una de estas personas a esa escisión: puede que las hermanas gemelas se odien y rivalicen desde pequeñas, pero a falta de nadie más en sus vidas, un día se resignaron al armisticio de lo idéntico y a no tenerse más que la una a la otra; tal vez Antonio no conociera otra felicidad más allá de la etílica, y que pese a su brevedad, le pareciese mucho más llevadera que la realidad cotidiana; quizá el médico cubano viniese a España huyendo del régimen castrista y se diese de bruces con una libertad de cartón piedra de la que ya no podía retroceder; a lo mejor aquel friolero nigeriano perdiese a toda su familia al cruzar, protegido con su abrigo de plumas, las aguas del estrecho. 

¿Qué define a un loco exactamente? ¿Acaso no somos todos potenciales locos a los que aún no nos han hecho saltar el resorte que detonaría nuestra chaladura? ¿Están locos todos aquellos que deciden escindirse de la sociedad? En ese caso, ¿significa estar loco ver más allá que el resto?

Hoy más que nunca, queridos lectores, por solidaridad y respeto, por admiración y cortesía, por sentir tal empatía con gente como Gregorio, ciudadano del Este enfermo de invisibilidad, pero tal incapacidad por saber cómo ayudarle, háganlo, chíllenmelo, escúpanmelo: llámenme loca.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La verdad sobre mi ruptura



Para superar una ruptura hay recetas de todos los colores: la primera y más valiosa, que más que una receta es una verdad universal, es la de cortar todo contacto. Todo. Llamadas, mails, sms, wassups, encuentros. Deshacerse de las fotos y recuerdos valiosos o, para los más cobardes, esconderlos a buen recaudo hasta nueva orden, también ayuda. Tratar de desviar el pensamiento hacia bellas escenas florales o paradisíacas cuando el recuerdo de la persona que nos partió el corazón se nos manifiesta en cualquiera de sus formas – un olor, un lugar, un conocido, una rutina -, es un truco que suele funcionar bastante bien. Evita que el pinchazo que nos atraviesa el pecho de lado a lado duela menos y que la respiración no se nos altere demasiado. 

Por favor, no vayan a tomarme por una experta. Yo no sabía nada de rupturas hasta que viví la mía propia. Y, lo siento, querido lector, pero en mi caso, todo lo malo que le puedan a uno contar es poco para describir este camino empinado de subidones y bajones, falsas recuperaciones y recaídas, dolor físico casi más agudo que el sentimental. Lo sé, yo tampoco me lo esperaba, pero así es. 

Para mí, la primera sorpresa fue lo inoportuno del asunto: para mi sonrojo, el ya citado evento fatídico hubo de pillarme cocinando una modesta menestra en la que fue nuestra cocina, en mi mejor pijama de franela verde botella y rojo, a lomos de mis mejores zapatillas de andar por casa marca “Natalia”. Que digo yo, qué mala pata: tantas veladas de exquisita sofisticación tiradas a la basura, para que él, muy a mi pesar, se haya quedado al final con esa imagen en la cabeza. La de una mujer descompuesta en pijama que ve cómo su relación se le escapa de las manos mientras remueve insistentemente la menestra para que no se le pegue. La misma que finge que las lágrimas que le van rodando por las mejillas se deben a los efluvios de la cebolla que ahora tanto parece preocuparle. No sé, un drama que ha volteado mi vida de semejante manera, merecía más bien haber sido vivido en algo tan cool como un batín de seda negra. O en un fresco pijama veraniego de ligero raso. Quizá con el pelo algo arreglado. Qué sé yo. 

Superado este asunto, mi siguiente sorpresa llegó al comprobar, ante mi propio estupor, que la primera semana, medida en ganas de suicidarse por parte de su protagonista, fue más light de lo que yo esperaba. A parte de lo duro que fue no romper a llorar en las 12 horas que me paso en la oficina, sabiendo que todos los ojos - sobre todo los masculinos ante la promesa de una potencial presa soltera recién incorporada al mercado – no dejan de clavársete en el cogote, el resto del día transcurría con la esperada anormalidad de haberte cambiado de casa y de rutina a todo correr, pero sin más. Supongo que es un período de adaptación en el que poco a poco vas digiriendo lo que ha pasado. 

Y bueno, querido lector, el resto no es fácil. Nada fácil. Quien aquí escribe ha pasado en concreto por tres infiernos: el primero, prácticamente recién finalizada la primera semana del después, en el que entiendes y maduras lo que acaba de suceder y vas por la vida como un autómata: comes porque tienes que comer, te levantas porque tienes que ir a trabajar y procuras esconderte bajo tu pashmina y tus gafas de sol de vuelta a casa en metro para poder echarte unas lágrimas sin ser descubierta. El segundo llegó después de un encuentro (¡mal!) necesario  en el que nos despedimos for good: él volvía a su país y yo me quedaba en el mío. 6000 kilómetros de distancia y las normas sobre visados internacionales echándome un capote para el largo plazo, pero propinándome una puñalada certera de muerte en el costado a corto. Y, por si no había habido dolor suficiente, la tercera, en la que por dar un breve titular, él cerraba a cal y canto toda posibilidad de volver. El final de los finales. 

Hecha esta descripción de mi experiencia, y sabiendo que la vida sigue, pareciera que los caminos a tomar se multiplican tras una ruptura de esta magnitud. Uno se adentra en un inmenso valle de dudas, trascendentales y superficiales, que parece no tener fin. La primera que me asaltó a mí fue la posibilidad de marcharme, volver a empezar de cero, tratar de dejar todo atrás en un lugar que nada me recordara a él, bañarme en aguas nuevas, respirar aires desconocidos… pero me temo, querido lector, que un lugar como ese no existe. Es la primera lección importante. Probé de esta moraleja en un primer par de viajes breves que emprendí cargada de expectativas, sólo para comprobar que allá donde llegara, por muy feliz que fuera, su recuerdo me acompañaba como cosido a mi sombra. Gran frase la de Jeffrey Eugenides: 

“I went into the desert to forget about you. But the sand was the color of your hair. The desert sky was the color of your eyes. There was nowhere I could go that wouldn’t be you”.

La decisión de quedarse, por contra, es tremendamente más valiente. Implica mirar las dificultades a la cara, enfrentarte a ellas, asumir tu día a día en vez de rehuirlo. Y, con suerte, pasado un tiempo, superarlas habiendo aprendido de ellas, habiendo entendido que la vida no termina, que nos hemos hecho más fuertes, que seguimos siendo jóvenes y que cientos de posibilidades nuevas se abren ante tus ojos.

Por fortuna, mi buen criterio hizo que nunca me planteara la posibilidad de salir a las calles buscando un sustituto. Conozco varios casos de superación de rupturas con nuevos amores y resultan tremendamente injustos para la persona que, de manera involuntaria, pasa a formar parte de un trío macabro. Craso error. Bajo mi punto de vista, primero hay que curarse las heridas y después, si apetece, surge, confabulan los planetas, disfrutar de un potencial nuevo amor. 

Sin duda, la enseñanza más importante después de todo esto, queridos lectores, es haber descubierto la importancia de saber estar sólo. De disfrutarlo. De ser capaz de desarrollar hobbies y actividades individuales. Cuidar de uno mismo como antes se cuidaba a la pareja. Porque, como decía Carry Bradshow en aquel épico último capítulo de la saga “Sexo en Nueva York”, “Al final, la relación más emocionante, difícil y significativa de todas es la que tienes contigo misma.” Qué gran verdad. ¿No me creen? Pues bueno, llámenme loca.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Amigo, me siento algo perdido



Queridos lectores:

¿Quién no se ha sentido perdido alguna vez en el tumultuoso camino de la vida? ¿Quién no ha dudado qué dirección tomar entre todas las posibles? ¿A quién no le ha invadido alguna vez el vértigo dentro de sí al estar perdiendo el control sobre su vida, dejándose arrastrar por las corrientes que la prisa y la rutina le van marcando?

Tengo 27 años y me siento muy perdida. Extraviada. Descaminada. Desorientada. Este ciclo me viene durando unos tres años y funciona de manera aleatoria: hay rachas largas en las que me acomodo y ese sentimiento se vuelve más laxo, como un brazo o una pierna; algo que sabes que está ahí porque debe estar, que funciona como debe, pero al que sencillamente te acostumbras y del que sólo rara vez te percatas. Hay otras rachas, sin embargo, en las que ese sentimiento se vuelve latente, como una migraña, y no te deja dormir, ni crear, ni hacer ni deshacer. Sólo te permite pensar, la mayor parte de las veces para llegar a conclusiones vanas muy lejos de la solución real.

En cierto modo, tratando de buscar el lado positivo, me hace sentir viva. Y joven. La última vez que tuve una crisis cósmica tan profunda fue al atravesar el tedioso camino de la adolescencia, aquella época de búsqueda de pertenencia y de identidad, de confrontación de nuestros deseos con la realidad, de cientos de preguntas sin respuesta, de pérdida de la inocencia. 

Las tribulaciones que me invaden hoy, querido lector, comparten la profundidad de las de entonces, pero siento que tienen, de alguna manera, una trascendencia mucho mayor. Me cuestiono, por ejemplo, el modo de vida occidental, ése según el cual tanto tienes, tanto vales. El que mide tus logros en términos económicos y de prestigio social; el que vive de cara a la galería, porque tales logros no existen si no son compartidos debidamente; ése para el que tienes que trabajar tan duro que apenas te deja tiempo para ti, para crear, para soñar, para cuidarse, para querer a los tuyos, para plantearte qué sentido tiene todo. 

Me vengo cuestionando también el modelo de familia actual: por mucho que quiera creer que no, la mayor pérdida de inocencia que he experimentado hasta el día de hoy es la de que el amor caduca. Sí, queridos lectores: es duro, pero hay que asumirlo. Y es natural. La gente cambia, evoluciona en direcciones caprichosas, y los componentes de las parejas no lo hacen siempre en la misma dirección ni de manera simultánea. Ese amor doloroso, inconveniente, vehemente y pasional del principio se va transformando paulatinamente en otro tipo de amor, más pausado, más casero, menos intenso, menos sincero. Las parejas que evolucionan de manera y en tiempo similar y que aceptan ese cambio de fase lograrán hacer de tripas corazón y caminar de la mano el resto de sus vidas. Aquellas que no cumplan alguno de estos dos criterios, están condenadas a la insatisfacción si siguen viviendo bajo el mismo techo. Y lo importante es entender que ninguna de las dos alternativas es mala. Sólo son diferentes. Pero, ¿cuántas parejas terriblemente infelices conocemos todos?

Asumiendo que el ser humano es, por definición, un ser social, creo que la respuesta está en el miedo a la soledad. Ese miedo que aglutina tantos otros miedos complejos que todos hemos sentido alguna vez, de una manera o de otra, como el miedo a morir solos; el miedo a enfrentarnos a nosotros mismos; el miedo a dejar de pertenecer a lo que siempre hemos pertenecido; el miedo al cambio de vida abismal al que una ruptura te empuja. Qué cobarde. Pero qué humano. El miedo cumple, desde mi humilde punto de vista, una doble función: por un lado, lo veo como un sano detector de peligros que hace sonar todas las alertas ante una situación en la que nos sentimos incómodos; por el otro, el miedo es un enorme impedidor de felicidad que nos hace perder trenes que deseamos coger, dejar de vivir experiencias que ansiamos sentir, llegando hasta a bloquear nuestro cerebro para que ni siquiera podamos pensar en aquello que desearíamos hacer.

Un ser tremendamente complejo, este humano. Qué interesante es desdoblarse y observar desde fuera su comportamiento individual y grupal; ver cómo evolucionan sus facetas más humanas, como sus sueños y deseos, de unas edades a otras, en unas circunstancias y en otras.

Desde hace un tiempo, dentro de mi extravío, vengo sintiendo una cierta luz. Aún no he averiguado de dónde viene exactamente ni qué quiere decirme, pero siento cambios acercándose. No sé, puedo olerlos. Y es frustrante, porque esos cambios que tanto ansío no van a venir a llamar a mi puerta, pero mis labores detectivescas no han dado su fruto todavía y no sé adónde he de ir a buscarlos. Mis amigos me recomiendan sentarme a meditar y tratar de escuchar mi voz interior, pero ésta es de una incoherencia extrema. Como yo misma. 

En fin, tienen mi permiso, háganlo una vez más… llámenme loca.

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Cuánto amor hay en el mundo enfocado en la dirección equivocada?



¿Cuánto amor hay en el mundo enfocado en la dirección equivocada? ¿Cuántos novios miran con ojos golositos a las parejas de sus amigos? ¿Quién no ha deseado alguna vez que nuestra propia pareja tuviera un poco de la del de al lado?

Queridos lectores, hoy, en un alarde de optimismo al presumir que verdaderamente este post será leído y apreciado por alguien, voy a contarles una historia verdadera. Sucedió hace unos ocho años, una calurosa tarde del mes de junio, recién acabados los exámenes, recién celebrado ese ansiado fin, recién bebidos algunos calimochos de más, recién cogido el último tren que nos alejaría todo el verano del campus universitario. Íbamos dos chicos y dos chicas, y nos sentamos en frente, todos juntos. En algún punto del trayecto mis ojos se perdieron por la ventanilla admirando el atardecer de Madrid y, de repente, como por arte de magia, lo vi claro: Carlos miraba a Natalia. Natalia, en silencio, pensaba en Rubén. Rubén, frente a mí, me observaba embelesado sin saberse descubierto. Y yo, de aquellas, sólo tenía ojos para Edu.

En estos tiempos de austeridad en los que la eficiencia y la eficacia se valoran más que nunca, me pregunto cuánto amor se estaba invirtiendo a fondo perdido en aquel tren. En aquel vagón. En aquellos cuatro asientos. Una barbaridad de amor derrochado en apenas 15 metros cuadrados. Una pérdida tan cuantiosa como el fraude fiscal que comete el fontanero que te pregunta si quieres factura después de repararte la cisterna. A pequeña escala no supone mucho, pero, ¿pueden ustedes imaginarse cuánto amor anda por ahí siendo dilapidado? 

Hoy, ocho años después, me encuentro en una situación parecida. Hace sólo diez meses que salí muy dolorosamente de una relación de seis años que pensé que nunca acabaría y a la que me dediqué en cuerpo y alma. Dado este contexto, entenderán, queridos lectores, que no esté en absoluto preparada para emprender un nuevo compromiso. Pues bien, hace un par de meses conocí a un caballero bello, interesante, culto, alto, divertido. Nos gustamos y nos embarcamos en la aventura de las citas. A mí, naturalmente, se me antojaba una cosa muy casual, cómoda, con una periodicidad semanal, su teatro, sus pelis, sus momentos febriles de alcoba, su poquito de cariño. Todo marchaba a las mil maravillas, hasta que a él le entraron las prisas por formalizar. Que si me estaba citando con más chicos, que porqué no podía quedar el viernes, que qué esperaba yo de nuestros encuentros en el corto plazo… Qué pereza. ¿Ya estábamos en aquel punto? ¿Después de cuánto, 12 citas? ¿14, quizás?

Le intenté explicar varias veces el momento complejo de mi vida en el que me encontraba; él se mostró muy comprensivo, pero al par de días volvió a “presionarme”, a pedirme más, a mostrarse demasiado intenso demasiado pronto. Demasiado.

Mañana hemos quedado para “dejarlo”. Le estoy haciendo daño sin quererlo. Y a la vez a mí me está haciendo daño que el hacerle daño a él a mí no me haga daño alguno; en ciertos momentos de lucidez alcohólica, me hiere la sospecha de saber que de algún modo, el corazón haya podido convertírseme en piedra;  porque, querido lector, no nos engañemos: en otro momento y con otras circunstancias el mismo corazón que últimamente no siento latir en el pecho me habría saltado en mil pedazos con sólo verle venir. 

But so it is. Vuelvo a ese vagón de tren ocho años después: su corazón late por el mío y éste se resiste tozudamente a dejar de latir por otro que hace ya demasiado tiempo dejó de latir por él. Así de crudo. Así de injusto. Así de cierto. Millones de sentimientos con una rentabilidad económica de menos uno, con un ratio  de viabilidad de negocio negativo desde su mismo nacimiento, con una estimación de beneficio aún menor que la de la muerte.

¿Adónde va todo ese amor que no es bienvenido por su receptor? ¿Cómo sacarle partido? ¿Puede, se me ocurre, ser reciclado de alguna manera, como los cascos de las cervezas que ahora bebo? Y, en ese caso, ¿vuelve a ser el mismo amor? 

Queridos lectores, disculpen la vehemencia de mis palabras. Camino a ciegas por el sendero de la vida y no puedo evitar hacerme éstas y otras preguntas. Quizá a ustedes también les pase y sea éste el principio de una bonita relación. Quizá no. En ese caso, llámenme loca.